El fogón de mis ancestros
Yo había regresado porque el abuelo se había muerto y mamá nos había pedido que la acompañáramos. Era el tercer día cuando la abuela decidió salir del cuarto. Había madrugado y desde temprano estaba alimentando los animales que había en la parte trasera de la casa. En esa parte también era que se hacía la comida: un lugar hecho de barro y bahareque en donde había un fogón.
A mí siempre me había apasionado la cocina y ante la oferta de ir al río con todos, preferí quedarme con la abuela quien había dicho: "Hasta las penas se cocinan". El fogón estaba ya prendido y el fuego de las leñas hacía figuras danzantes en las paredes mientras yo atizaba el fuego con un abanico hecho de palma de moriche. Cerquita de mí, la abuela arrancaba ramitas de todas las formas y olores dejando en el aire un aroma que emborracha el sentir.
Luego mi abuela echaba todo en un mortero y comenzaba a triturarlo todo: sal, ajo, tomillo, cebolla, ají, perejil. Esa pasta aromática la untaba en la carne como si acariciara el alimento. Yo seguía soplando el humo que envolvía la olla de barro y la abuela continuaba diciendo: "El secreto es que te guste esto".
En ebullición los caldos, el aroma que se expandía por todas partes era de campo, de madera, de amor. Un cucharón deforme por el uso removía todo y la abuela se echaba en la mano un poquito para saborear. ¿A qué sabe, abuela?, y la abuela me respondió algo que jamás olvidaré: "La comida siempre sabe a los sentimientos que tengamos al cocinar".
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Natural, evocativa; tienes una manera de narrar situaciones, de acercarlas a los sentidos del lector para que cada quien viva con lo que se identifica.
Gracias por ese comentario, especialmente porque recoges en él mi intención primaria. Abrazos, @jesuspsoto!!