Sin palabras para consolar
Los vecinos nos metieron en un cuarto y allí me pidieron que me hiciera cargo de mis hermanos. "Eres la mayor, así que cuida de tus hermanitos", así me dijeron. Y eso hice: les di de comer, los bañé y los acosté, procurando siempre que estuvieran tranquilos. Aún eran muy pequeños para saber qué era la muerte. Yo tampoco tenía una gran idea. Solo sabía que papá había muerto y que más nunca lo vería. Así que me quedé en la habitación tratando de que mis hermanitos no dieran lidia, mientras escuchaba el llanto general que se había hecho afuera.
Así estuvimos como por dos días: encerrados y cada tanto un adulto nos llevaba comida y me daba orientaciones para cuidar a los niños. Al tercer día, escuché que la casa comenzaba a quedarse sola. Lo sabía por el silencio. En todo ese tiempo casi no salíamos del cuarto por lo que cuando salimos nos dimos cuenta que la gente que quedaba estaba vestida de negro. Mis hermanitos salieron corriendo al patio y yo me fui al cuarto de mi madre para verla. Allí la encontré, con una de las camisas de papá en las manos. Mi mamá lloraba desconsoladamente.
Mi madre parecía una niña con mucho desamparo. Yo la vi, caminé hacia ella y me detuve, sin palabras y sin el abrazo necesario. Yo había ido a contarle lo bien que se habían portado los niños y lo juiciosa que yo había sido. Pero me quedé callada ante sus lágrimas. Ese día me di cuenta que aún me faltaba mucho para ser adulta, cuando por más que busqué, no tuve palabras para consolarla.