Crónica: Pasillos negros y lóbregos

in Literatos3 years ago (edited)

Llegué temprano al hospital, cuando el cielo todavía era una mancha rosada. El vigilante de la entrada, arrebujado en una gruesa chaqueta, me indicó la sala de emergencia. El hospital es un bloque de cemento inhóspito. Con corredores abandonados y sin luz. Durante el camino tuve que alumbrar con el teléfono para no tropezar, encontrándome con personas tiradas en colchonetas sucias, despojos en sillas de ruedas que, al ser sorprendidos por la luz, levantan una mirada sin destino. La sala de emergencias es una llaga mal curada; el olor del hacinamiento, productos de limpieza y medicamentos es intenso. Me encuentro en la antesala con la tía de mi amigo, Egda, sentada en una silla de plástico. No ha dormido en toda la noche cuidando a su esposo. Tiene ojeras y está nerviosa. Me guía por otro corredor en penumbras hasta la sala de donación. En la sala hay un cartel con una gota de sangre como una persona sonriente, en un tono más bien rosado, en el que se lee: “donar sangre es donar vida”. En la pequeña estancia se forma una fila de la que, ¿afortunadamente?, soy el primero. Una enfermera joven, casi una adolescente, nos solicita la documentación. Nos informa que debemos aguardar que sea un poco más tarde, pues todavía no ha llegado el personal médico. Detrás de nosotros dos tipos nos sonríen; el primero es un hombre gordo, ancho de espaldas, con un suéter marrón; el segundo es una versión más baja y saludable, pero también más envejecida, con bigote y lentes.

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—Este hospital se está cayendo— se queja el primer hombre después de toser—. Antes, cuando yo era chamo, donar sangre era un requisito civil. Pasaba el camión de los reclutas buscándote por la casa, y nos desfilaban en fila india directo al hospital, ¿verdad, viejo?—le pregunta al tipo de lentes.
Son padre e hijo.
—Sí, eso era así. Yo doné hasta los sesenta, después me lo impidieron. En ese tiempo uno venía más por el desayuno que por otra cosa. ¿Todavía dan desayuno, señorita?—le pregunta a la enfermera recogiendo las cédulas—. No, claro que no. Ahora te mandan a venir desayunado. Además de las cosas que te piden; ayer un señor vino sin la cédula laminada y lo rechazaron. Si vienes a las nueve, qué no, que es a las ocho. Pero yo digo, si faltan donantes, ¿cómo los vas a rechazar? Parece más bien una política del terror, como si lo que quisieran, en vez de ayudar, es propagar la ineficiencia. Dígalo, Carlos.
Carlos asiente. Egda me mira avergonzada. Tiene unos ojos verdes espectaculares.
—Gracias por venir—me susurra. Se lleva las manos los bolsillos del suéter azul.
—¿Es tu primera vez, chamo? —me pregunta Carlos mirándome, su tono tiene una arista aguda—. Qué mal. A veces los primerizos no sirven. Se desmayan de los nervios. Cuando ven la aguja y la cantidad de la bolsa que deben llenar, huyen despavoridos.
Lo dice en jovialmente, con intención de darme ánimos. Los dos, padre e hijo, me miran sonriendo, invitándome a superar las pruebas y unirme a su secta, en un viejo lobo de las donaciones de sangre. El escalofrío que me recorre es confundido con la frialdad del ambiente.
Durante la conversación, llega una señora con un andar lento, achacoso. Se saluda con Egda. Acto seguido entra una pareja tomada de la mano; se ven acobardados. Mientras firman y entregan la documentación a la enfermera, la señora los señala y le dice a Egda:
— Me los traje amarrados a estos enamorados. Ya con ellos van siente.
— ¿Y cuántos te piden, pues?
— Me dijeron que siete primero, y ahora, ¡y qué siete más! Yo no entiendo. Ayer vine a donar y no me lo permitieron, porque estaba anímica. A mi prima que vino de Mérida tampoco la dejaron, por el peso. Después el médico me dijo que lo iban a operar hoy, y nada. Ahorita llamé y sigue en la habitación. En fin, que todo ha sido una carrera.
— ¿De qué lo van a operar? —pregunta Carlos recostado de la pared.
— ¡Ay, se cayó cuando fue al mercado!, Le dio un mareo, trastabilló y se rompió una pierna. Le pondrán un tutor. Tiene veintitrés, pero es un chico sano— dice lo último para segregarlo del grupo de jóvenes que atiborran la sala de urgencia; caídos de moto, baleados en enfrentamientos, heridos en peleas callejeras. Esos jóvenes que, orillados por la crisis social, adoptaron las costumbres de una vida medieval. Vivir intensamente y morir rápido.
Pero este es un hospital de ancianos que se cae a pedazos. Me da pena imaginar que se sentirá reposar quieto, sin voluntad ni fuerza, en un pabellón con una docena de desgraciados, compartiendo el mismo sino. La misma desgracia. Oliendo a perpetuidad el amoniaco y el alcohol que intenta camuflar los vapores y líquidos de los cuerpos. Viendo las noticias desde el televisor, los reportajes de un mundo que queda lejos, allá, donde hacen su vida las personas sin dolor. Siento revolotear ese fantasma que parece crecer con la fuerza que nos succiona, como un zancudo hambriento, que es la desesperación.

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La sala de espera es silenciosa y fría por el aire acondicionado. Nos dejan esperando media hora: una sutil oportunidad para que deserten los acobardados. Para los que no puedan soportar la tristeza que rezuma de las paredes sin pintar y el linóleo sucio. Hasta Carlos y su padre, bajo la escasa iluminación, adquieren un matiz severo. Egda, sentada a mi lado, me toma la mano. Creo que intuye que mis temblores no son únicamente causa del frío. Las mujeres saben esas cosas. La enferma vuelve y nos pasa otro formulario; una serie de preguntas sobre tu pasado hospitalario. Después nos llevan a todos los donantes a otra habitación más penosa, una especie de laboratorio. Me pinchan el dedo y analizan la muestra: aprobado. Estás dentro. Algunos salen cabizbajos; no son aptos. Quizás el peso y la alimentación. Quizás un misterio revelado en su genética. Nadie pregunta; los vemos recoger sus cosas y marcharse.
Al final del pasillo sale una enferma que se nota tiene más experiencia, con una bolsa. Una gran bolsa. Trato de tranquilizar mis temblores mientras veo las imágenes de la televisión pegada a la pared. La enfermera regresa con una caja con los instrumentos, y me llama. El primer valiente.
El salón tiene varias máquinas; unos asientos con reposabrazos a ambos lados. Me siento en la primera, la más cercana a la puerta de salida. La enfermera me limpia el brazo con alcohol, miro a otro lado, y siento el pinchazo.
—Chico, ¿tú tomas suficiente agua? ¿Sí? Yo creo que no. La sangre no sale como es debido. Está espesa.
Es cierto, gota a gota, como una llave abierta. Lento, pesaroso, siento que cae la sangre. Me desconecta. Me siento un poco mal de no poder donar lo suficiente, cuando me indica que alargue el otro brazo. Esta vez el pinchazo es anhelado, visto de cerca, y me duele.
—Bueno, aún sale poco, pero es un avance.
Veo como entra Carlos, con su grasa, con su cuerpo que parece un tanque, y llenar la bolsa en diez minutos. Me sonríe, dice que me espera afuera sentado. El brazo se me duerme, y me siento cansado. Entra la chica de la pareja y palidece al verme, con los dos brazos estirados y mirando abobado el techo. Sale en quince minutos.
Me preguntó que será ser abandonado en esos pasillos oscuros por la eternidad. Que te encuentren delirando del dolor, casi loco. Pienso en Egda, esperándome afuera, con su mohín de niña avergonzada. Se parece a mi madre. Me gustaría desangrarme mirando sus profundos ojos verdes. Su esposo debe tener suerte, aunque se encuentre en un hospital de mala muerte. ¿Cómo será el cielo? ¿Te lo has preguntado? Despacio, gota a gota, sin apresuramiento, voy cayendo en un estado de ensoñación. Me gustaría soñar un mundo mejor. Donde los hospitales estén limpios al menos. Pero no puedo, hay demasiados pasillos negros y lóbregos, para pensar en la luz. Corredores ocultos y silenciosos, parecidos al olvido.
Ya me decía yo que esos colores intentaban esconder la verdad: que lo único que hay son pasillos infinitos faltos de amor.
—Chico, ¿estás bien?

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Gracias por la lectura y valorar mi trabajo.