Diario literario: La extraña enfermedad de las personas sin alma (Fragmento)

in Literatos3 years ago (edited)

Cuidado, doctor, no se vaya a caer, dice Jacinto mientras me guía del brazo, y me apoyo con el bastón cuidadosamente, entre los tablones desperdigados sobre el lodazal. En el poblado, los gallinazos desplumados se tuestan al sol cerca de la inmundicia y los niños corretean a los perros famélicos entre la polvareda del terreno. Los vecinos se apuntalan a las puertas de los ranchos y se encaraman inquietos en las ventanas para observar mi paso; pienso que el sombrero negro y la insignia roja en el pecho, que me identifica como médico, les llama la atención. Estoy fatigado de la caminata. Me recuesto en uno de los postes de madera para recuperar el aliento.

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Pase, doctor, la familia lo espera, dice Jacinto. Me quito el sombrero por cortesía y me agacho al ingresar. Una voz me invita a pasar hasta el fondo del pasillo. El cuarto donde lo tienen apesta a tabaco e incienso. Los padres, dos burdos campesinos con aire de retraimiento, me miran con reverencia y respeto. En la habitación solo hay una cama, una jofaina con agua turbia y dos sillas. En un momento, la madre se planta enfrente de mí con rebeldía, como una fiera dispuesta a atacar: hemos hecho todo lo que pudimos, doctor; esto no es culpa nuestra; toda la noche ha estado así. El techo de zinc refuerza el calor y el ambiente se torna sofocante. Me desanudo con parsimonia la corbata para ganar tiempo, luego me inclino sobre la cama: el niño, movido por una repentina vitalidad, dirige una mirada desorbitada hacia el techo. En la cabecera de la cama las moscas revolotean sin cesar.

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Los pómulos descarnados y las clavículas punzantes, signos de la desnutrición, sobresalen de la sabana ajada y sucia. La madre tira de ella para descubrir el cuerpo y todos volteamos la cara con un gesto de repugnancia; la podredumbre es intensa. Jacinto sale del cuarto tosiendo. Solo los padres permanecen impertérritos y mudos, con una mirada bovina, como si mirasen la escena desde un cristal empañado. Con un pañuelo impregnado en colonia, y los ojos anegados en lágrimas, me acerco de nuevo. El cuerpo del pequeño es una geografía de pústulas rojizas y cardenales oscuros. Con mucho asco logro abrir la camisa y auscultar el pecho hundido: no tiene signos vitales. El niño murmura algo, y el padre le da de beber de una vasija; luego retoma su postura cadavérica. Ya ve, doctor, dice Jacinto mientras se enjuaga la cara con una servilleta, no era mentira. Este es el segundo que está así; el alma viva, el cuerpo muerto, dice. La madre me toma bruscamente del brazo; las lágrimas le caen por la cara sucia; aunque es mi hijo, tengo miedo de tocarlo; no hemos hecho nada para merecer esto, lleveselo, lleveselo, doctor, por favor.

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¡Guao, qué rudo! ¡Bien escrito!

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