Romualdo was never a practicing Catholic, since he was very young he had been admitted by his parents to a pupil school belonging to the Salesians and, as expected, he received a more or less rigid Christian education.
When he abandoned his studies after that unfortunate accident where his parents lost their lives, he began to travel the homes of grandparents, uncles and some other relative of whom he knew nothing until then.
His religious education literally disappeared and he stopped believing in everything, the only thing that remained more like a habit than as something with meaning was that for every surprise or tension situation he crossed himself, in other words, he made the sign of the cross. It was rather a reflex act, a habit.
That custom was recognized by many as a sign of deep religious conviction, something totally removed from reality in the case of Romualdo. And that custom brought him some inconveniences, such as when he moved to the distant and little inhabited town of Rincón de la Frontera, in the most remote province of the entire national territory. As expected, in the town they all knew each other as soon as Romualdo got off the train, crossed himself, and the two people who saw that wrong signal transmitted it to everyone and thus our protagonist was immediately classified as a man of faith.
The town priest soon called him, desperate to get parishioners for his church and his explanations were not enough, he was appointed an altar boy and had to attend an hour before Sunday mass to help him.
Romualdo tried to remember what that task was like, at school he had to do it on some occasions, few because he always tried to escape and generally succeeded. Here he could not escape, not at least in this first opportunity.
Although he did not wish that Sunday would ever come, unfortunately for him it came and he had no choice but to show up early in the sacristy. The priest welcomed him with open arms and thanked him so much for his help that out of pity he accepted his fate as a burden, all at once. He had decided to leave town, he saw no other way out.
The mass was carried out almost without problems, the priest gave him all the necessary indications and when he finished he felt a great relief but also an interior joy that he had not felt for many years.
When he came out to the atrium several residents of the town who still did not know him came to greet him and thank him for having helped the priest, among them a pretty wench whom Romualdo looked with pleasure.
For the moment he buried his idea of fleeing the town and the unpleasant task he had had to carry out. He would give aid to the priest an opportunity and in passing see if the young woman gave him an opportunity.
Weeks and months went by without him noticing, the people liked him, the young woman was already his girlfriend and he continued helping the priest, with a growing will, more than he recognized.
Finally, he married and was happy in the town, the priest became seriously ill and his replacement did not want an assistant.
He missed being on the side of the altar on Sundays, now he continued to go to mass but on the side of the faithful, he became one.
Strangely, he lost the habit of making the sign of the cross.
Romualdo nunca fue un católico practicante, desde muy pequeño había sido ingresado por sus padres a un colegio pupilo perteneciente a los salesianos y como era de esperar, recibió una educación cristiana más o menos rígida.
Cuando abandonó sus estudios luego de ese desafortunado accidente donde sus padres perdieron la vida, comenzó a transitar los hogares de abuelos, tíos y algún otro pariente del cual no sabía nada hasta ese momento.
Su educación religiosa literalmente desapareció y dejó de creer en todo, lo único que le quedó más como una costumbre que como algo con sentido fue que para toda situación sorpresiva o de tensión se santiguaba, en otras palabras, hacía la señal de la cruz. Era más bien, un acto reflejo, una costumbre.
Esa costumbre era reconocida por muchos como una señal de profunda convicción religiosa, cosa totalmente alejada de la realidad en el caso de Romualdo. Y esa costumbre le trajo algunos inconvenientes, como por ejemplo cuando se mudó al lejano y poco habitado pueblo de Rincón de la Frontera, en la más alejada provincia de todo el territorio nacional. Como era de esperar, en el pueblo se conocían todos apenas Romualdo bajó del tren, se santiguó y las dos personas que vieron esa señal equivocada la trasmitieron a todos y así nuestro protagonista fue inmediatamente catalogado como hombre de fe.
El cura del pueblo no tardó en llamarlo, desesperado por conseguir feligreses para su iglesia y no bastaron sus explicaciones, fue nombrado monaguillo y debía asistir a una hora antes de la misa del domingo para ayudarlo.
Romualdo trató de recordar cómo era esa tarea, en la escuela tuvo que hacerla en algunas oportunidades, pocas porque siempre trataba de escaparse y en general lo lograba. Aquí no podía escaparse, no al menos en esta primera oportunidad.
Pese a que no deseaba que el domingo llegara nunca, lamentablemente para él llegó y no le quedó otra opción que presentarse temprano en la sacristía. El cura lo recibió con los brazos abiertos y le agradeció tanto su ayuda que por lástima aceptó su destino como una carga, de una única vez. Había decidido irse del pueblo, no veía otra salida.
La misa se desarrolló casi sin inconvenientes, el cura le hizo todas las indicaciones necesarias y cuando finalizó sintió un gran alivio pero también una alegría interior que hacía muchos años no sentía.
Cuando salió al atrio varios vecinos del pueblo que aún no lo conocían vinieron a saludarlo y a agradecerle el haber ayudado al cura, entre ellos una linda moza a la que Romualdo miró con agrado.
Sepultó por el momento su idea de huir del pueblo y de la tarea desagradable que había tenido que desarrollar. Le daría una oportunidad a la ayuda para el cura y de paso ver si la joven le daba una oportunidad a él.
Pasaron las semanas y los meses sin que se diera cuenta, el pueblo le gustaba, la joven ya era su novia y seguía ayudando al cura, con una voluntad creciente, más de lo que reconocía.
Finalmente se casó y fue feliz en el pueblo, el cura enfermó gravemente y su reemplazo no quiso tener ayudante.
Extrañaba los domingos estar del lado del altar, ahora seguía yendo a misa pero del lado de los fieles, se convirtió en uno.
Extrañamente perdió la costumbre de hacer la señal de la cruz.
Héctor Gugliermo
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