En algún lugar de América, 1877.
Todo comenzó con un terremoto.
Las lejanas montañas parecían venirse encima de las extensas planicies, sacudiendo todo. La tierra rugía desde las profundidades, y las personas que habitaban aquella zona estaban aterradas por lo que estaba ocurriendo. Las sólidas paredes se convertían en arena por la fuerza de la tierra, tejados se desplomaban sobre cabezas, madres gritaban con sus hijos en sus brazos. Una escena terrible.
Doce minutos fue el tiempo de duración de aquel terremoto, pero las desgracias en aquel lejano pueblo agrícola estaban apenas por empezar.
De todas las haciendas de ese remoto lugar, la única que no se vio afectada por los estragos del terremoto fue La Higuera, una de las más viejas en la región. Los sobrevivientes de aquella tragedia, unas doscientas personas, se vieron en la penosa necesidad de pedirle al capataz de la hacienda que les ofreciera alimento, cobijas y un techo donde pasar la noche mientras veían cómo recuperar sus vidas. El capataz se vio a su vez obligado a consultar aquel grito de ayuda con sus patronos, los señores Safarik.
Los dueños de La Higuera eran una pareja de ancianos, provenientes de algún lugar de Europa del Este. Nunca se les veía fuera de su hacienda, siempre mandaban a su capataz a resolver los asuntos que implicaban cobrar los impuestos de siembra de sus tierras.
Habían llegado a ese pueblo en barco, así como muchos inmigrantes por aquella zona. La Higuera ya existía, aunque con otro nombre ya olvidado, cuando ellos decidieron comprarla con todos sus ahorros. Fue renombrada de esa forma pues en la Biblia era mencionada muchas veces esta planta y creyeron que así como ellos habían empezado desde cero, igual lo haría su casa.
Casi nadie de los que les vieron llegar a esas tierras seguía con vida, pero los Safarik hicieron de La Higuera un centro importante.
Como todo principio, les fue duro. La edificación estaba en un estado deplorable, las tierras parecían ser yermas pues nada crecía y por un momento pensaron en vender La Higuera y salir de ese lugar del mismo modo en que entraron. Pero repentinamente, así como el terremoto, la buena fortuna les sonrió a la pareja.
Dentro de sus blancas murallas de cal, los señores Safarik fueron bendecidos con todos los frutos de la tierra. Jamás en muchos años se había visto tal fertilidad en los suelos de aquella región, y pronto los otros hacendados comenzaron a notar que su trabajo no era tan fructífero. Por desgracia, los humanos son una especie competitiva, y pronto la envidia hacia ellos comenzó a crecer.
Los Safarik fueron nuevamente bendecidos, esta vez con un hijo al que llamaron Martin. Los poderosos dueños de la Higuera parecían tener la vida perfecta, pero la desgracia estaba caminando lentamente hasta las puertas de la hacienda.
Cuando Martin tenía doce años, la señora Safarik quedó embarazada nuevamente, esta vez dio a luz a una niña, quien sólo vivió lo suficiente para darle un nombre: Alena.
Cinco años después, Martin enfermó gravemente y murió.
Luego de ese terrible suceso, la pareja no volvió a salir de las murallas de la hacienda.
Todos en el pueblo conocían la tragedia familiar de los Safarik, quienes decidieron no tener más hijos. La Higuera se convirtió entonces en su única ocupación. Fue tal su encierro que el resto de los pobladores se preguntaron si seguían con vida, y fue allí cuando los rumores comenzaron.
En el pueblo, las madres asustaban a sus niños diciéndoles que si se portaban mal, iban a desaparecer dentro de La Higuera pues los fantasmas de los Safarik estaban buscando a un nuevo hijo.
Claro, estos rumores fueron despejados cuando una mañana la pareja, ya bastante mayores, fue vista paseando por el pueblo.
La misma mañana del terremoto.
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