CAPÍTULO VII
—Eso no debe preocuparte, Baltazar —aseguró la voz del maligno—. Nadie va a atacarte mientras estés en esta misión. Lo he prohibido de forma tajante; y quien me desobedezca será eliminado.
—Se lo agradezco, mi señor —respondió Baltazar fingiendo, para no levantar sospechas por el recelo que en el fondo sentía. Lo menos que le interesaba era despertar la suspicacia de su señor. Tenía dudas sobre él, pero se las guardaría en lo más profundo.
—Ha salido todo mucho mejor de lo que yo pensaba.
—Así parece, mi señor.
—Tú sigue así, sigue así y muy pronto serás mi mano derecha, mi segundo al mando y ostentarás gran poder.
Aquella insistencia del maligno en tentarle encendió de nuevo sus alarmas.
—Su señor, el señor de las tinieblas, amo del mal y la oscuridad le mentía —pensó, poniendo su mente en blanco para no delatarse.
—Nada puede ser más satisfactorio, Mi señor —dijo con frialdad—. Nada en absoluto.
—Regresa y cuando tengas su alma, entrégamela y ambos reinaremos aquí y en el universo entero.
Baltazar asintió con un leve movimiento de cabeza antes de desaparecer. Percibiendo aún el eco de aquella voz golpeando como un martillo en su siquis, inspiró profundo un par de veces y miró a su alrededor. Se hallaba de nuevo en el sitio desde donde había desaparecido.
Con la certeza de que nadie le había visto aparecer, volvió caminando con lentitud hacia la iglesia.
El día terminó mucho más pronto de lo que Baltazar y todos esperaban. Parecía que el tiempo tenía prisa en avanzar. Decidió que esa noche se quedaría a comer en el bar, en lugar de dar aquellos paseos nocturnos tan prolongados. Durante aquellos cuatro meses, era poco lo que había compartido con la gente de ahí, a excepción de Tomás, con quien siempre hablaba por asuntos de trabajo.
No le apetecía mucho hablar esa noche, así que se sentó en la barra, pidió una cerveza y esperó que doña Julia le sirviera la cena.
—Sé a qué has venido a este lugar olvidado de dios —dijo doña Julia, colocando el plato y los cubiertos.
—Bueno —dijo, fijándose en las manos de la mujer—, todos saben que soy constructor y que he venido a reconstruir la iglesia.
—Yo no me refiero a eso y tú lo sabes —Julia bajó tanto la voz, que apenas si se escuchaba un susurro sibilante. Estaba claro que no pretendía que alguien más se enterara de aquella conversación.
—No sé a qué se refiere —replicó Baltazar, mientras iba picando la carne y las patatas.
—Sí que lo sabes y yo también —susurró sin dejar de mirarle—. Orula me lo ha dicho ya; me dijo qué eres y a qué has venido.
Baltazar escrutó los pensamientos de la mujer. Vio en sus recuerdos los encuentros, los rituales que ella había estado haciendo. Sabía que era suspicaz y desconfiada pero no creyó que sería tan persistente en el tema. Siguió revisando para ver qué encontraba. En efecto, sabía quién era, o mejor dicho, qué era y también, que había ido por un alma; un alma muy importante. Revisó un poco más.
Doña Julia se estremeció, pero él no le dio importancia. Necesitaba saber cuánto sabía ella. Se relajó al darse cuenta de que eso era todo. No sabía que su objetivo era Mariagracia.
La miró con desdén.
—Mujer tonta —pensó. Ni tus rituales, ni tu magia te salvarán de lo que está por venir.
—Te puedes arrepentir, aún hay tiempo para ti —la sensación de la mano de aquella mujer cogiendo la suya le era extraña. Una mezcla entre repulsión y lástima le hizo entrecerrar los ojos un instante.
—No sé de qué me habla —insistió Baltazar, retirando su mano y levantándose del banco.
Julia hizo un gesto de asentimiento. Cierta tristeza mezclada con temor se veía en sus ojos, pero entendió que no tenía más nada que buscar y que la conversación había llegado a su fin.
—De todas formas, rezaré por ti —Le dijo Julia desde el otro lado de la Barra, mientras le veía marchar.
Baltazar abandonó el bar rumbo a su habitación. Le incomodaba sentirse un poco al descubierto con esa maldita mujer. Esperaba no tener que eliminarla antes de tiempo. No quería que sus planes se estropearan. Decidió abandonar el tema; en el fondo , era una pérdida de tiempo. Necesitaba concentrarse en el día siguiente y en su cena con Mariagracia. Tendría que tener el máximo cuidado. Pensando en ella, sintió la curiosidad de espiarla.
Decidió salir a pie como cualquier mortal; esa noche había luna llena y la noche era demasiado clara para exponerse a que lo vieran aparecer y desaparecer por ahí.
Deambuló un rato entre las calles del pueblo. Se dirigió a casa de Nuria. Paseó un rato a ver qué percibía, pero ellas no estaban allí. Pensó entonces en ir a casa de Mariagracia. Estaba un poco ansioso por no encontrarlas así que apuró el paso. Llegó pero no había nadie ahí tampoco.
—¿Dónde coño se habrían metido? —Trató de pensar a donde habían podido ir. No parecía haber nada especial esa noche excepto la luna llena.
Entró en alerta de pronto.
—¿vigilando a tu presa? —dijo la voz del íncubo cazador.
—¿Qué mierda haces aquí, Ezequiel? —Preguntó con suspicacia.
—Hago tiempo mientras las chicas regresan —explicó—. Quise ir con ellas a la poza, pero esa maldita humana ¡me daña todos los planes! —la criatura estaba conteniéndose, pero Baltazar veía la furia hervir detrás de aquellos ojos.
—¿Dónde queda esa poza?
—¿Para qué lo quieres saber? —replicó el íncubo, entrecerrando los ojos, suspicaz.
—No tengo porqué darte explicaciones —dijo Baltazar con arrogancia, mirando en los pensamientos de la criatura.
—Qué puta costumbre tienes de pasearte por la cabeza de los demás sin permiso —el desprecio que advirtió Baltazar en la criatura le hizo gracia.
Teniendo la información que necesitaba, dejó a la criatura hablando sola y se fue a largas zancadas al parque sur donde estaba aquella poza.
—Entretenido espectáculo —pensó, mientras veía a las chicas jugar como niñas salpicándose unas a otras, sin más que la luna cubriendo con su blanca luz aquellos cuerpos desnudos que sobresalían fuera del agua.
Observándolas, entendió mucho mejor la lujuria desbordante por aquella mujer. Ningún mortal podría resistirse a poseerla si pudiera ver lo que sus ojos veían en ese momento. La piel blanca, resplandeciente por la luna chocando contra el agua que corría por todo su cuerpo. Su cabello largo, ondulado y húmedo cayendo entre sus pechos firmes y redondos. Aquellos pezones rosados y erguidos, quizá producto del agua fría y la brisa que soplaba descarada frente a ellos. Esa dulce candidez que le brotaba por los poros. Claro que era demasiada tentación para un mortal acostumbrado a dejarse llevar por sus emociones y sus instintos más básicos. Incluso él, siendo un demonio superior tan controlado, no escapó del todo ante aquella visión. Aunque ligera, la erección le abultaba los vaqueros.
—observando aquel espectáculo, cualquiera habría tenido ganas de zurrársela —pensó, conteniendo el deseo de apretarse la polla—. La verdad, es que Nuria Y Joaquina no eran unos adefesios; aunque nada se comparaba a la belleza de aquella mujer; que desperdicio —suspiró y su erección se desvaneció.
Decidió observarlas hasta el final. Cerca de las diez, salieron del agua, se vistieron y se pusieron en marcha. El íncubo cazador apareció en aquella escena. Joaquina se llevó a toda prisa a Mariagracia antes de que esta tuviera un ataque al verlo de frente.
—Ezequiel, qué sorpresa verte por aquí, amor —exclamó Nuria sin poder disimular su excitación—. Pensé que no vendrías por el tema de Mariagracia.
—Es que no aguantaba las ganas de verte, cariño—la lujuria del íncubo tuvo sus efectos en la chica.
—¿En serio? —La criatura se relamía con el aroma que desprendía de Nuria. Estaba caliente por él y esta vez no lo desaprovecharía.
—Claro, preciosa —dijo el íncubo apretándose la polla hinchada, aprisionada por aquellos vaqueros—. Ya no aguanto las ganas de tenerte.
La escena comenzó con un beso ardiente. La chica envuelta en la tentación y lujuria de aquel demonio se dejaba hacer. Con la cremallera abierta y teniéndola desnuda y dispuesta, la penetró con fuerza. Nuria dio un grito, pero la criatura lo acalló con otro beso. Mientras la poseía, el demonio iba succionando su alma. Todo iba saliendo perfecto hasta que, por desgracia la chica abrió los ojos. Un grito desgarrador que nada tenía que ver con lujuria y excitación, rompió el silencio de la noche.
Roto el encantamiento, Nuria podía ver a la cosa que la estaba poseyendo. Aterrorizada, se retorcía intentando zafarse de la criatura. A cada movimiento el dolor la desgarraba por dentro. La criatura asida a su interior la iba destajando cada vez que ella intentaba zafarse de aquella penetración mortal. Desesperada, volvió a gritar clavando sus uñas en la piel de aquella criatura. Una sustancia pegajosa y negruzca brotó a borbotones.
—¡Maldita zorra! —vociferó la criatura.
Viendo lo que estaba a punto de suceder, Baltazar intervino:
—No, maldición… ¡no! —gritó mientras tomaba a la criatura por el cuello y le hundía sus largos y gruesos dedos—. Eres un imbécil, Ezequiel— susurró Baltazar sin aflojar el agarre. La criatura hizo el intento de gritar algo, pero Baltazar le destrozó la garganta mucho antes de que su chillido quedase ahogado con los gritos de Joaquina y Mariagracia que, al escuchar a Nuria gritar se habían devuelto corriendo.
Sin perder más tiempo, incineró a la criatura con solo pensarlo. Mirando de soslayo a las dos figuras acercarse, disimuló y se acercó corriendo para ver como estaba Nuria, pero era demasiado tarde. La criatura le había roto el cuello. El espectáculo era grotesco. La chica cubierta de sangre, con la entrepierna destrozada, el vientre desgarrado mostrando parte de su interior, los pechos rasgados al igual que la espalda mostraban las marcas que habían dejado las garras de aquella criatura.
Joaquina lloraba desconsolada y Mariagracia se había quedado en blanco segundos antes de desplomarse al suelo.
Siendo un pueblo tan pequeño, aquellos gritos provocaron que los vecinos más cercanos fuesen corriendo al parque. La conmoción era mayúscula. Las mujeres lloraban y se santiguaban. Los hombres contenían las arcadas. Justino y un par de hombres llegaron al lugar con una bolsa para recoger el cadáver y llevarlo a la medicatura. El padre Nicolás no había llegado a tiempo para hacer lo pertinente.
Baltazar, observando aquel circo tomó a Mariagracia en brazos y, cuando pretendía salir del parque para llevarla a su casa fue interceptado por Justino.
—¿ A dónde crees que vas, muchacho?
—Llevo a Mariagracia a su casa —explicó, sereno—. Está inconsciente desde que vio a la chica en esas condiciones.
—Eso no va a poder ser, muchacho —dijo—. Tienes mucho que explicar.
El aire de suficiencia de aquel comisario obeso e impotente le irritaba, pero se contuvo.
—Jefe, lo que tenga que declarar puedo hacerlo después en su oficina si quiere —dijo mirándole a los ojos sin pestañear—. En este momento Mariagracia necesita descansar.
Justino siguió la mirada de Baltazar, que se había posado en el rostro pálido de la mujer que sostenía en brazos.
—Eso es cierto, muchacho —dijo, alzando la mirada—. El problema es que tú eres sospechoso de este crimen y voy a detenerte.
Baltazar resopló ante el ademán para que dejara a mariagracia en el suelo.
—¡Pero si él intentó salvar a Nuria! —gritó Joaquina al comisario.
El grito de Joaquina despertó a Mariagracia. Sintiendo los sentidos embotados y la lengua como trabada, intentaba hablar, intentaba explicarse.
—él no ha sido… yo sé quién fue... Él no fue —tartamudeaba mariagracia, estremecida.
Justino apretó los dientes y cerró los puños. No le gustaba ser desautorizado y menos frente a tanta gente. Pero habiendo testigos del hecho no podía más que dejarlo ir. Baltazar no le había hecho nada. Todo lo contrario. Era educado en extremo y muy respetuoso. Demasiado controlado para su gusto. Aunque había intentado provocarlo en más de un encuentro en el bar, aquel joven siempre lo esquivaba. Era justo esa simulada perfección lo que no le gustaba y lo llenaba de sospechas.
—Otra vez será, muchacho… otra vez será.
Haciendo caso omiso al visible enfado del oficial, Baltazar salió del parque con Mariagracia en brazos. El padre Nicolás le seguía junto a Joaquina. Le ofreció llevarlo en su camioneta; del parque a casa de Mariagracia eran unas 20 calles. Aunque podía con ella esa cantidad de calles y mas, aceptó para no parecer sospechoso. Joaquina lloraba todo el camino mientras le exponía al padre como había encontrado a Nuria.
—¡Dios mío santísimo! —Exclamó el padre Nicolás.
Por primera vez Baltazar no rechinó los dientes. Estaba demasiado distraído contemplando los sueños de Mariagracia, tratando de conseguir el sentido al cúmulo de imágenes que veía pasar como un mosaico bizarro. Nuria, Ezequiel en forma Humana, Ezequiel en su forma demoníaca, Joaquina, la iglesia, su madre, el padre Nicolás. Todo eso iba pasando una y otra vez en la cabeza de Mariagracia como un carrusel de feria. Empezó a temblar. Al tocarla se percató de que ardía en fiebre. Rezaba inconsciente el ave maría sin cesar. De pronto algo cambió. Mariagracia se fue serenando poco a poco. Dejó de temblar aunque seguía teniendo calentura. Revisó una vez más sus sueños. Ahora en ellos aparecía su imagen rodeada por un halo de luz intensa y brillante, pero lejos de ser cegadora.
Verse así mismo bajo aquella apariencia lo desconcertó. Es como si ella asumiera en su subconsciente que él era una especie de ángel. Había escuchado que algunas personas sostenían la teoría de que los ángeles y los demonios eran en esencia lo mismo pero con acciones e intenciones diferentes. Le resultó irónico que justo ella lo percibiera a él como un ángel, cuando la realidad no podía ser más opuesta. Acurrucada entre sus brazos, Mariagracia reposaba laxa, con el semblante apacible, mientras él, la imaginaba desnuda, con el cuerpo húmedo, esperando a ser poseída.
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