El Baco (mi primera novela) 36

in #spanish3 years ago

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Al ver el Vasco, encima del despacho de la directora, el maletín de cuero con los utensilios de tomar las huellas, controló los esfínteres anales: ya había sufrido una experiencia. Se le nubló la vista y veía gatos negros, gatos blancos destripados, indumentaria sacra por las esquinas; oía maullidos agonizantes; no fue capaz de pronunciar palabra.
—Tranquilícese usted —dijo el policía bueno observando el gesto babélico—. ¿Era usted el monitor que con sus alumnos visitó el museo de Astorga este verano?
Se abobalicó el Vasco:
—Pero eso no es ningún delito.
El policía «malo», gaudioso, repantingado en el sofá, labio inferior aglutinado, codos sobre los brazos de cuero y las manos juntas bajo la barbilla se reservaba:
—Este cabrón sabe algo. Habrá que tirar del hilo. —Preguntó burdamente—: ¿No le suenan a usted unos pergaminos?…
El Vasco se arremolinó en el gatuperio.
El policía «bueno» pretendió frisar y remendar en lo posible la entrada del comisario:
—Verá usted: entre los posibles bromistas —rectificó el orden de la frase—, parece que a uno de sus alumnos se le pudo ocurrir gastársela al Obispo de Astorga, y quisiéramos saber en qué lugar del archivo escondió dos pergaminos medievales. Como allí hay tantos libros sin clasificar, tantos pergaminos, tantos documentos; en definitiva, toda la historia de la Diócesis... se ahorraría el archivero días de trabajo para encontrarlos. Si usted, por las buenas, se lo saca, queda todo en una broma y aquí no ha pasado nada; de lo contrario tendremos que tomar las huellas y actuar por la tremenda.
Quedó el Vasco algo más sereno en su aturdimiento pensando que le daría tiempo a urdir una de las suyas.
—Yo, desde luego, no sé nada, pero no se preocupen: si me dan un día de plazo para actuar con tacto, sin duda me las arreglaré para averiguarlo.
—Es lo más prudente —sentenció Candi liberada del ochenta por ciento del peso—. Mañana los esperamos.
Candi y el Vasco acompañaron a los detectives hasta la puerta del Instituto. Cuando retornaban salió Juan de su garita:
—¿Qué? ¿Ya ze ha zolucionado todo?
Candi necesitaba una disculpa para reventar y manifestó su enojo concentrado:
—¿Todo, qué? Una y mil veces le he dicho, Juan, que se ocupe de su trabajo. En vez de estar a la caza de un cuchicheo, mire a ver qué hay que hacer. Hace dos semanas que nadie recoge unas sillas del patio. Menos mal que este año ha venido seco y no se han mojado. ¿Que le tenga que decir yo esto? ¡Vamos, hombre…!
Pensaba Juan para sus adentros:
—¡Tu puta madre y tuz muertoz! ¡Chocho loco! ¡Yo también tengo derechos! En el régimen laboral del conserje bien claro no dice que sea yo quien tenga que acarrear como un burro. Bien claro me lo dijeron en el «zindicato». Que recojan laz zillas loz profezores que las han zacado pa ezcohonarze haciendo el pamemo con unaz mázcaras. ¡Si ezo ez dar claze...! Tú tranquilo, Juan; ella que ladre, que zus «ladríos» no manchan mis manoz; tú a lo tuyo: a vigilar, que no desgasta.

45
El Vasco, entre clase y clase, salió del Instituto y tomó una tila en el bar más cercano. No quiso conversar con ningún compañero; hojeaba el periódico contemplando el infinito y no acertaba a reconstruir los acontecimientos de la catedral de Astorga. Por más que cavilaba no encontraba medio de cubiletear para abordar a Leo y sonsacarle la realidad de los hechos.
Durante la última clase de la mañana improvisó un examen a los alumnos de primero, quienes protestaron enérgicamente, representados por el delegado de curso. Calmó los ánimos con el manido artificio de una promesa: únicamente serviría para subir nota en la primera evaluación que se avecinaba, pero no para bajarla. Se veía obligado a mantener el estandarte en la cúspide y con aquella congoja embriagadora desilusionaría a los alevines, poco más que «borreguillos», porque no tenía el ánimo como para dar clase. Su aliento quedaba cautivo en los pulmones como si padeciese bronquitis asmática, en tanto que sus candorosos alumnos se aplicaban en el ejercicio. Después de darle muchas vueltas determinó entrar por las bravas a Leo, ya que no estaba lúcido para perífrasis. Sin duda, surtiría efecto una amenaza con los tribunales de justicia.
Eva lo esperaba a la salida, pantalones estampados, jersey suelto de lana tupida y un manojo de apuntes aprisionados contra el pecho, abrazándolos; también la regla y un juego de compases dentro de estuche transparente: la última clase de la mañana había sido de dibujo técnico; se apoyaba sobre el muro de la entrada forzando escoliosis momentánea. A Juan, el conserje, siempre le había llamado la atención aquella niña, y al verla a través de la cristalera, tan seria, mirando al suelo, por contra a su jovialidad indeleble, se instaló en su convicción certera de que Eva y el Vasco andaban metidos en un asunto de drogas. Dos alumnas de segundo paliqueaban a paso ligero mirándola de reojo: Eva y el Vasco se servían en comidilla para todos los gustos.
Después del último goteo, vacío el Instituto, envuelto en mudez y olor a tiza, tras juvenil jolgorio de salida, trotaba el Vasco con las manos en los bolsillos de la chupa de cuero. En el encuentro no hubo remilgos ni arrumacos como de costumbre. Eva le espetó fieramente:
—¡Estoy embarazada!
El Vasco asentó las plantas guardando el equilibrio, ya que una leve brisa lo hubiera tirado de bruces. Reaccionó al instante pronunciando un tópico:
—¡No es posible después del cuidado que hemos tenido!
Con semblante resignado continuó Eva:
—Pues, ya ves: ¡misterios de la genética! Estoy de una falta.
Sospechó el Vasco que se trataba de una broma de mal gusto:
—Con estas cosas no se juega. Si es un negrito, yo me lavo las manos; si nace con gafas y un lunar como este —señaló con el índice torciendo el cuello— me reconoceré el padre con todos los deberes y derechos.

Eva simuló un lloriqueo:
—Nunca pude pensar que lo tomarías a guasa.
Con retorcimiento desmedido había planeado la tropelía: a una amiga de su madre, que estaba preñada, le había pedido un frasco de orina: «Tengo que presentar una práctica en el laboratorio de Biología, en el Instituto, y se me ha ocurrido llevar orina de embarazada y una rana macho. ¡Seguro que Nachi me pondrá una buena nota si me sale bien la prueba de Galli Mainini, que así se llama». —«¡Qué asco!» —apretaba los labios la vecina y movía las orejas y el cuero cabelludo de tal manera que, si no hubiera tenido redecilla, se le hubieran caído los “rulos” de la ensortijada cabeza. Eva se reía mientras escuchaba: —«¡Ay, hija!... ¡Qué guarrada! Si hoy día ya se hace en las farmacias». —«Más asco te daría si vieras al “rano” escupiendo esperma por la cloaca después de inyectarle tu orina». —«Calla, calla, que me dan arcadas; todo sea por tu buena nota. Cuando tenga ganas de hacer pipí, ya te prepararé el frasco». —«Eres un cielo, Inmaculada. Mereces veinte besos en cada mejilla». Sonrió Inmaculada, y Eva le achuchó la cara contra la suya.
—Te esperaba para que me acompañaras a hacerme un análisis. Aquí tengo la orina —sacó de la bandolera un frasco estéril envuelto en papel de estaño—, aunque no sería necesario, estoy segurísima. Hemos de casarnos cuanto antes, podríamos aprovechar las Navidades.
El Vasco ya estaba medio curtido y no se fiaba de la muchacha; además, hizo rápida memoria de los infalibles medios anticonceptivos utilizados. Su interés se polarizaba en otra parte:
—Ahora no puedo acompañarte. Tengo las horas contadas para solucionar un asunto importante —le contó pormenorizadamente la visita de la policía. Eva desistió de machacar hierro frío y se despidieron hasta mañana.

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