El Baco (mi primera novela) 53

in #spanish3 years ago

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Despeñaperros. El peluquero, que conocía su oficio, se percató al instante de que tendría que hacer una obra de arte en la cabeza del forastero, igualando el cabello lindante con la peluca, lo primero; y luego, para andar más cómodo en el uso de la tijera, desnudar la media cabeza derecha para seguir cortando el resto.
Muy seco en sus palabras contestó el mismo barbero:
—Pues, mire usted, ya estoy terminando; y si tiene mucha prisa, este señor espera —se refería al que estaba esquilando.
Emilio, miró al otro, que esperaba sentado, y dijo:
—Y usted, ¿no va delante?
Contestó el viejo:
—¡Uoy! No. Hoy no me toca. Yo estoy acostumbrado a madrugar, y todos los días vengo a la barbería a leer el periódico y a charlar un poquito, hasta que llegue la hora de ir a la cantina a echar unos chatos.
A Emilio ya le había extrañado que todos los viejos supieran leer el periódico, por contraposición a los de su pueblo, de los que ni siquiera uno había sido alfabetizado. Siguió uno de los lugareños:
—Antes, a los viejos nos daba igual morirnos que no morirnos; a fin de cuentas, éramos un estorbo; pero ahora, con la pensión que cobramos, ya no nos dejan que nos muramos —y se rieron los tres. Arreciando las risas temblonas, canosas y blanquilampiñas, continuó el barbero:
—Y las «medecinas»... que sacan gratis para toda la familia —se fueron calmando—. Por eso, ahora, a los viejos los tratan a cuerpo de reyes; y ahí los tiene usted: hechos unos pimpollos, como nunca anduvieron, con las camisas tan blancas…
Terminado el cliente, entró Emilio a sentarse en aquello que parecía una silla eléctrica, mientras el peluquero sacudía el lienzo blanco con sonido de látigo y llenaba el suelo de pelillos blancos. El pelado se sentó al lado de su amigo en espera de algo de conversación nueva y seria, pues sólo había comenzado con algunas bromas; y preguntó sin rodeos:
—Entonces... ¿Qué? De paso... ¿No? ¿Viene usted de Santander?
Emilio contestó solícito:
—No, no. Llevo toda la semana dando vueltas por esta zona, intentando hacer unas fotografías, y no he conseguido nada.
—Entonces.... ¿Es usted pintor, claro! Ya han venido más pintores a pintar estos campos y las nubes; que dicen que aquí «tien» mucho mérito por los colores; claro, como nosotros estamos acostumbrados, no se lo vemos... Pero sí, sí... De todas partes he visto yo pintores en estos campos; de Salamanca, de León, de Madrid y hasta del extranjero. ¿Te acuerdas... —decía el más viejo a su compañero, con las manos debajo de los muslos y los pies cruzados debajo de la silla—, de aquellos alemanes que se tiraron pintando el pueblo y los alrededores más de dos años, y al final querían comprarle a Ceferino la bodega con todo lo que tenía dentro? —Emilio, al oír hablar de Ceferino, se sobresaltó y aguzó el oído—. Más le hubiera valido venderla a su debido tiempo. Esto debió de ser allá en el año treinta y cuatro, o treinta y cinco. Desde luego, antes de que estallara el Movimiento; bueno... ¿Qué digo yo? ¡Mucho antes! —Miraba a través de la cristalera de la entrada pensando y hablando despacio—: Esto era antes de que se proclamara la República. ¡Qué cuoño! ¡Claro! Si la guerra estalló en el treinta y seis, por la siega. ¡Dioslá! ¡Y «paece» que fue ayer! ¡Cómo pasa el tiempo! Fue la primera vez que vimos una caravana detrás del auto; ahora se ven pasar muchas y más modernas por la carretera; pero, entonces, era tanta novedad la caseta de los alemanes, que así le llamábamos, que a todos los muchachos nos parecían «extratelestres», como nos lo parecían los pilotos de los aeroplanos de doble ala cuando se tiraban en el paracaídas. Aquellos alemanes eran muy juerguistas y les gustaba mucho el vino, y hablaban castellano, yo creo, mejor que muchos de nosotros. Entonces, más que hoy día, se celebraba todo en la bodega; y como ya casi eran unos vecinos más del pueblo, llegaron a recorrer todas: las del nuestro y las de todos los pueblos vecinos; además, compraban corderos, y ellos casi siempre invitaban a carne en los festines.
Emilio escuchaba muy atento, y, como el hombre del pueblo se mostraba ansioso de explayarse, no tuvo más que atizar un poquito:
—¿Qué hacían con los cuadros?
—Los amontonaban en la casa de concejo, que era como ahora el Ayuntamiento; pero eran cuadros bonitos de verdad. Se veían las casas y los vecinos por las calles que parecía que los tocabas, y las ovejas y todo. Bueno, se veía todo igual que ahora las fotografías. ¡Vaya manos que tenía el matrimonio, o lo que fuera, bueno, porque se decía que vivían arrejuntaos; otros, que eran protestantes, porque con el cura nunca tuvieron trato; y la terminaron de rematar cuando le dijeron a Ceferino que le cambiaban todos los cuadros por el demonio que tenía Ceferino en la bodega.
—¿Qué era el demonio? —preguntó Emilio.
—Era una pintura más vieja que el demonio, por eso yo creo que todos le llamaban así, con un demonio que echaba vino de una cuba engañando a Adán y Eva, y a Caín y Abel. Claro, que, vete tú a saber... eso es lo que decía el cura. El caso es que Ceferino, si le hubieran dao dinero, todavía... pero él, ¿pa qué quería tanto cuadro? Y me parece que, aunque le hubieran dao dinero, tampoco hubiera picado, que no era tan tonto como algunas mujeres del pueblo que, cuando sus maridos estaban arando, se dejaban llevar los mejores muebles y cuadros antiguos por anticuarios que parecía que pagaban el oro y el moro, y luego resultaba que habían sido engañadas, porque, con relación a lo que valían, habían pagado una miseria. Una vez vino uno dando globos, ¡ya ves tú, qué ignorancia! y se llevó medio pueblo a cambio de unos globos y unos toques de trompeta.
Emilio no se aguantó y preguntó con la cabeza ladeada, mientras el barbero le recortaba la oreja y la patilla:
—¿No sería el dios Baco que estaba en una bodega?
—¡Ah, cuoño...! Entonces... usted ya ha oído hablar al actual dueño de aquella bodega. ¡Es un aprovechao! Se aprovechó de que a Ceferino lo iban a matar cuando la guerra y se quedó con toda su hijuela, dicen que por cuatro perras. Pues eso del dios Baco, es lo que opina Honorino, que así se llama el actual dueño: que era un dios de la catedral del vino y no sé cuantas historias, pero nadie le hace caso. Mire usted: por estos pueblos todos tenemos motes, y a Honorino le llaman «bobadinas»; y todo, por las historias que contaba de su bodega, que ahora ya no habla con nadie; además, desque el hijo se hizo notario... ¡ay, amigo!, que se le subió el pavo; que no hay quien lo tosa; que ya nunca volvió a decir «mi hijo» cuando de él hablaba, que ya siempre dijo «el mi notario»; que no habla con nadie más que con sus familiares más directos. Bueno, ahora que me doy cuenta... soy un bubín. Igual es usted familiar o amigo de Honorino y estoy metiendo la pata... —se sonrojó el vejete cotilla y Emilio le contestaba cuando el barbero le empujaba la cabeza al lado contrario para repasarle la otra patilla: