Él la miró de refilón.
En sus manos vacilaban las ganas de tocarla y en su boca, como el rocío en la punta de una hoja, pendían las ganas de llamarla.
Respiro profundo y vio su boleto de avión, pero de inmediato volvió su mirada hacia donde ella estaba. Parecía esperar, como quien aguarda el amor de su vida en el andén del tren. Y de eso él sabía. Cuantas veces no la había visto colocarse de aquella forma porque llegaban tarde a un sitio, porque no podía ponerse de acuerdo con la ropa que usaría o porque no se decidía sobre lo que deseaba comer en un restaurante de la calle Francia.
Él la conocía, él sabía quién era ella, su nombre, su apellido, su edad, su identidad, su cantidad de lunares y su forma de pensar, pero quizás, con el pasar de los años y las experiencias dañinas de las que él había sido protagonista en su mayoría, ella había cambiado, había reseteado su mente así como se formatea el disco duro de un ordenador.
¿Cómo reaccionaría si lo viese? Se preguntó él sin dejar de mirarla. Quizás se pondría feliz de verlo, de saber al fin de él, de saber que estaba bien, de descubrir en sus ojos que aun la amaba.
Frunció el ceño e hizo una mueca ¿y si no era así? Y si aquellos ojos que un día lo habían visto con anhelo, con amor y deseo, ahora lo mirasen con desdén, con odio, con reproche.
Al fin de cuentas él lo merecía, la había dejado, la había plantado varias veces, la había humillado otras tantas, y la había engañado con banales excusas, las cuales quizás ella solo había creído porque lo amaba y no porque realmente se tragara aquella sarta de mentiras. Sin embargo ¿Qué podría decirle ahora? Hace dos años que la había plantado de nuevo, pero esa vez no había vuelto a suplicar una disculpa, ni se había roto la cabeza pensando qué podía inventarle para que ella lo perdonase. No, esa vez no había regresado. Ella había llorado, él lo sabía, no lo había visto, pero sus amigas se lo habían contado, incluso le había suplicado que regresara y le diera la cara, pero él se negó. Quizás por cobarde, quizás por valiente.
Nadie deja el amor de su vida con velo blanco parada frente un altar, nadie corre huyendo de lo que ama, a menos que seas un cobarde o un valiente, que se ha percatado que cuándo se ama no se debe hacer sufrir, no se engaña, no se miente.
Supo que nunca la haría feliz. Que nunca dejaría de mentirle, aun cuando la amaba, aun cuando su perfume siguiera presente en su mente mientras su nariz olfatease otro, uno más corriente quizás, uno más endeble, uno sin importancia, en la piel de otra.
Cerró su puño y siguió observándola. Su lagar melena negra caía en cascada sobre su espalda, moviéndose con soltura y agilidad cada vez que ella movía la cabeza. Su piel, morena, bronceada, tersa, parecía ser más suave a la distancia, más cálida, más incitante. Le había visto la cara, y por temor a ser reconocido, como un ladrón que solo buscaba robar sonrisas, se escondió tras una columna. A ella le había parecido haberlo visto, pero luego desechó la idea, pues muchas veces le había sucedido lo mismo, y se había quedado buscando un fantasma entre los vivos, con un dolor punzante en el pecho. Siempre, desde aquel día, había querido verlo, saber que estaba bien, que seguía tan simpático como siempre, y aunque aún la asaltaban las preguntas, ya se había resignado al silencio de sus respuestas.
Ella suspiro de nuevo, estaba comenzando a cansarse de esperar. Se sintió observada y volteó varias veces sobre sus hombros sin saber quién le miraba a furtivas y sin poderlo descubrir. Miró su reloj de mano y colocó sus ojos en blanco, ¿Cuánto tiempo más debía esperar?
Lejos de ella, tras una columna, estaba él, respirando con dificultad, con la cabeza asomada, aun observándola. El corazón chocaba desbocado contra su caja torácica y hacía eco por todo su cuerpo.
Entonces se decidió, el miedo se hizo a un lado y dejó que se envalentonara y chocara contra la realidad. Suspiro de nuevo soltando aire, acomodó su chaqueta y pasó la mano por su pelo cobrizo. La saludaría. Le sonreiría y se haría el simpático, aguardando que ella lo aceptara de la mejor manera.
Dejó de mirarla y miró al frente. Él, detrás de aquella columna, nervioso como un niño frente a su primer amor. No podía creérselo. ¿Qué le diría? Un simple saludo o una explicación de lo sucedido. No. Mejor era un saludo simple y dejarle todo al destino, que en ocasiones suele corregir los errores mejor que uno.
Sonrió para sí mismo y finalmente salió de la columna, dispuesto a mirarle a los ojos, a robarle una sonrisa… a sorprenderla.
Pero ya era muy tarde.
Ya no estaba.
Y así siguió la vida para ambos, sin rencontrase. Sin explicaciones, sin nuevas sonrisas dedicadas entre ellos.
Ella corriendo hacia unos nuevos brazos que prometían hacerle olvidar un amor pasado y él camino a una isla de nuevos amores que solo evocarían y harían más presente el anterior.
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