El sol se alzaba en el horizonte, tiñendo de naranja todo a su paso. El césped tibio brillaba con cada rayo de sol, los árboles recibían su calor con agradecimiento metiéndose levemente al ritmo del viento que lo golpeaba suavemente. Los narcisos, parecían destacar, su amarillo contrastaba con los colores del atardecer y la niña, los veía fijamente, estaba radiante de felicidad de estar en ese lugar.
No se escuchan los ruidos de los carros en la distancia, ni la música de los restaurantes de la costa. Solo el golpeteo de las olas contra las grandes piedras allá abajo de aquel acantilado.
En su mente aquel lugar era un pardo encantando, tal como lo escucha cada noche en la historia que le contaba su papá. Se imaginaba las hadas, que saltaban de flor en flor y el maravilloso canto de la mariposa que revoloteaba sobre su cabeza.
Pensó nunca alcanzaría tal lugar, pensó no podría iniciar su aventura como la heroína de sus cuentos. Pero ahí estaba, luego de alejarse de sus padres sin que lo notaran en aquel parque, por fin había escalado a ese lugar que estaba en la distancia.
Poco a poco el sol fue bajando mientras la niña rodaba y rodaba en el césped, su vestido rosa se manchó de tierra en algunas partes, quizá su mamá le regañaria por eso, pero no le preocupaba ahora. Solo esperaba el momento indicado para volar, despegar sus alas como su hermosa heroína. Así que cuando el sol estaba a punto de ocultarse, ya casi ahogándose en el gran mar negro, se deshizo de sus bellos zapatos de chándal, se aproximó al borde del risco y vio las olas romperse sobre la humedad roca.
Sonrió porque, así como había encontrado aquel lugar mágico, a pesar de que su padre le dijera que no existían ahí donde vivían, y había visto sus hadas y había hablado con las mariposas, tuvo la certeza de que podría volar. Que sus alas ocultas emergían. Así que ignorando los gritos que de la nada se escucharon subiendo por la colina, y su martillante corazón, dió un paso al frente abriendo los brazos y los ojos para verlo todo a su alrededor.
Vio la piedra, las flores, y el musgo pegado en la áspera roca. Vio los colores de la ciudad reflejados en el inmenso mar, y sintió el frío aire en su rostro mientras caía, perdiéndose en el choque de la gran ola que cubrió al final su cuerpo.
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