Entre dientes - un relato sobre lo que escondemos

in #spanish6 years ago

Saludos, comunidad de Steemit.
Hace un tiempo escribí y publiqué en uno de mis post un cuento sobre un niño muy peculiar: Nino. Queriendo dar continuidad a la vida de ese niño, hoy publico una historia que desde su perspectiva propia deja ver que los mundos ficticios continúan existiendo después del "fin".

Agradezco de antemano sus comentarios y lectura.

Entre dientes

Sentada frente a la fuente, con las piernas cruzadas y las manos juntas sobre sus rodillas, esperaba al siguiente cliente que ya tenía diez minutos de retraso. Se veía claramente inquieta, y de vez en cuando colocaba un pañuelo empapado de alcohol sobre su boca. Le molestaba en demasía que se viera perturbado su trabajo por algo indefinido, por un presentimiento que podía medirse nasalmente sin ser identificado. Habría sido un día tan normal como todos si debajo de todas las manifestaciones aromáticas de la ciudad no se hubiese percibido aquel olor indefinible y denso que se filtraba en cada respiro que ejecutaba. A la preocupación por lo desconocido se sumaban las distracciones y confusiones que habían sufrido sus predicciones por permanecer invariable ese olor que creía reconocer sin dar certeramente con un diagnóstico.

Fara se levantó, como de costumbre, antes de que el olor del pan recién orneado fuera desde la panadería de la esquina hasta su ventana abierta. Antes de ejecutar su primera inhalación consciente, proyectándose en las representaciones inconscientes del mundo que percibía, ya el olor la transitaba sin rebelarse de un todo. En un primer momento no se molestó en absoluto y, creyendo que se disolvería el aroma en la inmensidad del universo olfatorio que ella habitaba, hizo lo de costumbre: desayunó con desgana, revisó la lista de clientes anónimos, revisó que la vestimenta dispuesta la noche anterior se encontrara en el estado adecuado. En todo momento el olor estuvo allí, sobre ella, sin variar más que en su determinación de no ser reconocido. Cuando estuvo desnuda en el baño, con una tina hosca de metal oscurecido repleta de agua aromatizada por varias esencias y extractos, se turbo al pensar que el intruso continuaba en el aire, presente desde las partículas que lo conformaban. No fue el baño placentero y tranquilo que acostumbraba a tomar.

En la calle, mezclado con la variedad urbana y humana de hedores y podredumbres, el olor disminuyó notoriamente y durante el trayecto hasta la fuente de la plaza fue casi imperceptible. Aun así, entre inhalación y exhalación, lo podía notar. Ningún aroma del recorrido estuvo libre de la novedad que por alguna razón magnificaba los matices insanos de lo que respiraba. Esa mañana olieron más tristes las lágrimas secas de la mujer que esperaba; el hotel “Marcella” se percibía más corrupto, con un tono formal de transacciones realizadas por jovencitas necesitadas de efectivo y viejos necesitados de palabras de amor; los moretones y cicatrices de la Yolofa, fiel a la esquina donde siempre mendigaba, manaban un dolor agudísimo e insoportable; los pequeños charcos sanguinolentos eran hierro ardiente, casi vivo. En cada respiro, en toda degradación y quiebre social, estaba el olor indeterminado.


Fuente

Cuando llegó a la fuente, aturdida por la sobrecarga sensorial, se sentó agitada en el sitio de costumbre y, después de dedicar un cuarto de hora a tranquilizase, empezó a buscar a su primer cliente. No tardó en olfatear la tira de tela blanca anillada en un dedo huesudo y rígido. Como únicamente consultaba a personas que sabían de sus servicios por clientes pasados, clientes satisfechos que pasaban la tira blanca a cualquier interesado discreto y de confianza, era imposible que el hombre la reconociera. A pesar de eso, parecía buscarla rodeando la fuente y viendo en todas direcciones. Al pasar junto a ella, con el dedo índice y pulgar de su mano izquierda, tomó la manga de la camisa del hombre y este entendió enseguida que había sido encontrado.

La consulta fue rápida. El señor había perdido una llave importantísima de la cual dependía su empleo y la seguridad de ciertas partes de su cuerpo como sus piernas y cráneo. Fara, colocando la cadena de metal donde antes había estado la llave bajo su nariz, inhaló profusamente y después de un breve momento de meditación la pudo ubicar en los cajones inferiores del buró de su esposa, junto a la ropa interior limpia. Contento el cliente, y visiblemente aliviado, dejó un sobre abultado junto a su salvadora y esta lo tomó sin apuro alguno. Tres consultas más, con sus respectivos pagos, produjeron resultados tan inesperados (como muchas otras veces) que desplazaron por completo el olor que no terminaba de desaparecer.

Una mujer que pensaba que su esposo tenía una amante y la dejaría por ella; en su argolla de bodas Fara olió una enorme deuda con intereses muy altos e hipotecas ocultas. El joven que debía tener casi su edad, con un manojo de cartas anónimas, quería saber la procedencia de la correspondencia aunque estaba seguro de que habían sido escritas por la vecina del piso 7 porque al verla su visión se nublaba y sudaba copiosamente; Fara dedujo al olfatear una de las cartas que habían sido escritas por un viejo que vivía en el piso 9 del edificio del joven y que lo espiaba a diario, como recomendación extra le aconsejó ir a un neurólogo que revisara lo que él creía era amor pero en realidad era una protuberancia aun controlable que estaba presionando a un costado de su cerebro. Al empresario de construcción que sentía desconfianza por su nuevo socio lo tranquilizó diciéndole, después de oler la pluma fuente que había extraído el cliente del escritorio de su compañero, que no era tanta la ambición de sus manos como la perversión documentada fotográficamente y resguardada en su caja de seguridad personal. Le dio la ubicación de la caja y las cifras en orden que la abría para dejar un seguro al empresario en caso de que su socio se rebelara.

Justo cuando se retiraba ese último cliente, Fara sintió cómo aumentaba desproporcionadamente la intensidad del olor. El impacto la descolocó a tal medida que ni el pañuelo alcoholado le servía ya para recomponerse. Sin poder evadir de ninguna forma el olor que parecía impregnarlo todo, se removió dentro de sí misma como si en los espacios íntimos de su ser pudiera encontrar algún sitio en el que resguardarse. El fracaso de su huida íntima la tensó más y terminó respirando agitadamente, inhalando en mayor cantidad las partículas que componían el tormento olfativo que seguía sin develarse. Quiso dar un orden, descomponer la sustancia y darle dimensiones que pudiera medir y catalogar. En este ejercicio su memoria parecía reconocer olores tan diversos y distintos que era imposible que se amalgamaran tantas fragancias, intenciones y bajezas en un solo olor. Cuando se levantó de su asiento, sintiéndose ya desfallecida por la angustia, ahogada en la abundancia del hedor, caminó en la dirección en que este se hacía más intenso.


Fuente

Desesperada, dando traspiés, anduvo por varias calles tratando de conseguir al menos el lugar de donde se originaba. Se turbó el único sentido en el que confiaba, y dejó de percibir con claridad la representación de la realidad que captaba con las fosas nasales. El olor pronto lo inundó todo y Fara lo confundía alternativamente, mientras tropezaba con infinidad de objetos y personas, con fragancias exclusivas y tufos de distintas perversiones. A pesar del descontrol y el tumulto, sentía que estaba cerca por el aumento de los elementos esenciales del olor. Se podía respirar claramente la inconformidad con el orden, el asco que producía la corrupción social, el dolor de la pérdida, la ambición del desposeído, la lujuria tibia jamás desahogada, hambre de todo y a niveles ridículos, sudor espeso y saliva. Fara se detuvo de golpe, y en medio de la desorientación pudo vislumbrar un punto de quietud. Era un parque tristemente descuidado, con un único banco a medio derrumbarse ocupado por la única persona que se olía en las inmediaciones. Se sentó junto al muchacho que masticaba enérgicamente sin prestar la menor atención a ella que, al igual que él, miró absorta la caja de arena casi destruida a pocos metros del banco.

Pasaron unos cuantos minutos y Fara, ya sin percibir el olor, se disponía a irse cuando el muchacho levantó desde el banco un clavo y lo metió en su boca. Fara se tensó y se volvió hacia el comensal. Sin pensar se levantó y parándose frente al muchacho, que mantenía la boca abierta por la inesperada acción de la desconocida, metió la nariz entre los labios rebosantes de saliva metálica e inhalo lenta y profundamente. Suspiró satisfecha al comprobar que de allí venía el olor, de entre aquellos dientes amarillentos e irregulares. El muchacho retuvo en su boca el suspiro de Fara, lo saboreó detenidamente para reconocerla, como lo hizo ella desde su sentido propio; la consiguió extrañamente familiar, como si la hubiese comido antes.


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¡Excelente cuento,@ramhei.textual! Tenía tiempo que no leía un relato tuyo. Este compensa ese tiempo. El personaje de Fara está muy bien configurado, y el modo como el narrador nos la va presentando con un cierto grado de ambigüedad, que luego se va a resolver, me parece uno de sus logros. Un relato de sensaciones pero también de ideas furtivamente coladas. Te felicito. Saludos.

Muchísimas gracias por pasar por acá, @josemalavem.
De alguna forma quería lograr que se entrevieran (o entreolieran) detalles de la realidad que vivimos.
Saludos.

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