El óptimo servicio
fue de otro planeta.
En un solsticio de verano
se lo dije a Amaris.
Arde nuestra atmósfera
con la inmolada terquedad
de estar orbitando al lecho,
en el cuarto creciente
de las sospechas.
Comunes ansias
hubo de plena quietud,
sin embargo, razonar
con la geología del sosiego
nos dio rotación
hacia el aposento precipicio.
Allí ningún querer
se sostiene sin que la cama
esté bien hecha.
Ella
le rehabilitaba el manto
y la vestía cada vez,
sin sospechar
que la habitación
mostraba la cara oculta
de nuestros penumbrales.
Terminémonos de caer, le dije.
Titilaba la luz de advertencia...
Alguno de los dos
debe soltar la sábana
o quedar descubierto
del abrigo de tela o piel
para volverse a sentir
a salvo.
Nos bastará para irnos
con que te marches,
con que me vaya.
Dejemos que
el cuarto menguante
vuelva a ser
el cuarto sereno.
El amor se eclipsa
cuando por acreación
las almohadas gritan con censura
dolores nacientes de galaxias:
aquel pequeño domo
se volvió
el espacio.
A veces,
el otro no es
para el uno
y la culpa es
de dos
o tres.
La falta no era de ella
que fue quien, luego de los letargos,
obviaba la libración de la alcoba
y hacía rotación de cada regolito
hasta ubicarlo en su fugaz lugar.
Su salario
no le obligaba quehaceres
para remendar a dos habitantes,
pero sí debía inmiscuirse
en el último cuarto.
Estábamos desorbitados,
ocultando en las fundas
oscuros mares y no
las brillantes montañas,
pero ella
nunca
lo notó.
Siempre puntual
en tender la cama fue,
al cielo aventaba
fases de todas sus sonrisas,
sin entender lo que indescifraban
las amontonadas arrugas
en el blanquecino tejido.
La sagaz fámula
se topaba con aquel
abismo de la habitación
y en cada calendario,
daba arreglo al despeñadero
por donde caían dos almas
hacia la tierra.
¡Semejante alboroto!
Tal vez en medio del desorden
alguien sepa leer sin dislexia
los astroblemas de la lujuria,
los alaridos con exabruptos,
los carbones en las paredes
y el volcán que hacía lava
en dos vidas.
Fue
luego de mi cacería
de común calma,
que el capricho por permanecer
albergado en su cuerpo celeste,
sin un satélite de miel en órbita,
me condujo a la previsible
traslación.
Sin buenos cálculos del trayecto,
permanecimos tripulando el viaje
en sondas espaciales
dirigidas a un amor
que tenía desfiguradas las cubiertas:
estaban deshechas
por excesos
de gravedad.
Los egos
avecinaron
su tormenta magnética,
aterrizamos de nuevo
en el olvido.
La criada
no lo sospechaba.
Su labor era la de revestir,
al inicio de la mañana,
al primer cuarto,
sin tener que resolver
la nebulosa sin descanso
dibujada en el fárrago
de la yacija.
Un buen entendedor
se hubiese percatado
de las huellas de la lejanía
ajustando su inserción
y del ensayo para emitir
la alarma del desespero
luego del primer estallido.
"Houston, tenemos un problema",
le dije después
del gran salto
y así abortaríamos
la misión
de habitar
al tálamo.
Igual que la luna
atravesando fases,
pero ya sin mucha luz
reflejada en nosotros,
despegó otra misión
de verse nueva
la aventura sideral,
pero llena
no se vio jamás,
eran demasiados
los cráteres
del cuarto menguante.
Pronto,
alguien supo
que debía dar
un gran paso
por la humanidad
suya.
Se quiso más
que el capricho
de llegar a la luna
y, ya partido, partió
sin la mitad
en búsqueda de un brillo
de distinta latitud
proveniente del sol,
pero visto
desde otro lado
del mundo.
A la siguiente mañana,
llegó la sirvienta
al decreciente habitáculo.
La hazaña yacía
en el mismo sitio,
excepto que la cama
ya vestida halló.
Faltaba, también,
la cara visible
de un hemisferio.
...
Ese día,
de todas formas,
le di las gracias a Amaris.
CRÉDITOS DE IMÁGENES
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