La flor escondida

in EspaVlog2 years ago

El escritor y editor Héctor Seijas nos obsequia este texto tan inédito como inquietante. Es otra vez la ciudad vertiginosa, vista con la mirada aguda del hombre-niño que se asombra ante los contrastes. Honor y placer con el que deseamos inaugurar un pórtico de amigos y visitantes que dejarán por aquí sus crónicas, como buenos vecinos.

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Por Héctor Seijas

Ilustración de la portada: Sol Roccocuchi (@caracasprin)

¿Una marca? ¿Un código X? ¿Un tatuaje nazi? ¿Una clave para la guerra de cuarta generación? ¿Será posible? Porque Julio, el sobrino de Melo, lleva la sigla 18K* grabada en la piel del alma; así como el demonio lleva la cifra 666. Está poseído por ella. Así como Regan MacNeil, la niña que se revuelca, contorsiona y vomita una sustancia verde, en la película de terror El Exorcista.

Desde que se levanta hasta que se acuesta –con fuma o sin fuma–, Julio deambula como un sonámbulo a merced de una fuerza inercial que lo devuelve a su punto de partida, al pie del barranco donde la basura se acumula y donde los cachorros de gatos, integran una guardería de criaturas arrojadas que malviven con las ratas y con algún rabipela´o extraviado en mitad de la noche.

Todas las mañanas Julio emerge como un zombi de las entrañas del barranco. Habla como un zombi y mira de reojo como un zombi, pero apacible. Porque Julio no es mala gente, tampoco es un tipo violento, lo que pasa es que la marca 18K lo domina: dormido o despierto, solo o acompañado, adondequiera que vaya. Es como si le hubieran colocado un chip muy adentro del cerebro, allí donde la materia gris se pega a los huesos del cráneo. El chip emite ondas de baja y de alta frecuencia. El asunto consiste en determinar de qué modo fue implantado un chip, sin que fuera necesario llevar a cabo una operación quirúrgica. Abrir el cráneo con una sierra, y, por medio del bisturí abrirse paso hasta la médula donde están ubicados los comandos de la personalidad.
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Hoy día es muy fácil conjeturar cualquier posibilidad, a partir de la ciencia ficción, pues, toda la vida se ha convertido en ciencia ficción. Si no, fijémonos en los teléfonos celulares y en su influencia todopoderosa o en los hologramas que son capaces de reconducir una ciudad de fantasmas a plena luz del día. Uno mismo ignora si es un clon o si fue concebido por los métodos tradicionales. También se puede pensar, dentro de la atmósfera de paranoia y desinformación que nos segrega, que más allá de las diatribas políticas y de las especulaciones respecto a nuestro siglo XXI, existen plataformas sofisticadas desde donde es posible someter a la humanidad, obligada a respirar por una especie de branquia, sumergida dentro de un mar de despojos.

Julio es adicto a la piedra. Se parte el lomo trabajando para comprar piedra. Se desempeña como albañil, cargador de lo que sea: desde bombonas de gas hasta basura. No pasa de los treinta años. Es flaco y alto como un hueso de dinosaurio. Además de ser un esclavo de la piedra, revende objetos que siempre encuentra.

A diferencia de otros sujetos que nunca encuentran nada, Julio siempre encuentra algo para vender a bajo precio: lentes de carey, aparatos y aparaticos y más piezas de aparatos: desde antenas hasta enchufes.

Como si poseyera un imán específico para cada cosa: teléfonos medio desarmados o a punto de ser desechados por obsoletos. No son objetos robados ni trajinados. Pues, los mismos, circulan dentro de las coordenadas de un universo reencauchado. Como meteoritos y aerolitos y estrellas y cometas a la deriva. Un universo de chivera descomunal. Un big bang de mercancías desclasificadas, fragmentos de cosas y polvo de cosas. Un anti cosmos vuelto añicos.

Pero pasa que Julio no está solo. Él es uno más, dentro de la ciudad residual. Una ciudad entre tantas otras ciudades residuales que conforman el mapa de un país residual, habitado por seres residuales.

Julio es un hombre residual, como millones de hombres, mujeres, niños y niñas residuales.

Al igual que su tío Melo, Julio nunca ha traspasado las fronteras de la parroquia, como si ésta fuese un campo de confinamiento predestinado. Melo a lo sumo viajó a San Juan de Los Morros, la vez que lo trasladaron a la penitenciaría.

Uno no sabe si las cárceles son un barrio revertido a escala e intensidad o si es lo contrario: los barrios son unas cárceles abiertas para quienes nacen y se crían dentro de sus fronteras imprecisas pero inamovibles.

Y por supuesto que existen, tanto para Julio como para Melo, la Avenida Baralt, el mercado de Quinta Crespo y las colonias de suburbios maleados, aledaños a la parroquia: el 23 de Enero; Catia y el cerro Ávila como una tierra de nadie inclinada hacia el cielo.

Pero Julio no es un delincuente. Aunque el hecho de haber nacido y crecido en el barrio le otorga una partida de nacimiento que reza: malandro.

(A mí, particularmente, me pasa y me ha pasado infinidad de veces; así no haya robado ni matado ni levantado falsos testimonios en contra de nadie. Me ha sucedido y me sucede dentro del ambiente limitado y mediocre de las letras nacionales. Mundo del cual escapé, sacudiendo de mi vida los lastres de una época decadente y mezquina. Una época infiltrada por el espíritu del fascismo. Por ello, prefiero fijar mi atención en mis congéneres del barrio, pues, veo en ellos unos mapas de carne y hueso. Y sus existencias me parecen más auténticas que las personalidades presuntuosas de tantas “nulidades engreídas”. Que las hay como moscas, alrededor de los resumideros culturales, políticos y financieros del país. Entonces, sí: Julio, Melo y yo, sí que somos unos malandros).

Hoy amanecieron dos gatos negros que todavía tienen los ojos cerrados. Maúllan como unos bebés. Con estos dos suman tres los gatos negros de Melo. La primera fue la gata Pulga y ahora estos dos cachorros muertos de hambre y aún con los ojos cerrados. Ellos saben ya cuándo es Melo el que baja por el barranco a darles comida de la que recoge entre los vecinos a quienes le trabaja a cambio de lo que sea: dinero, cigarrillos, ropa. Melo es un padre y una madre para estos felinos urbanos. Y aunque Julio no siente la misma compasión por los animales abandonados, sueña con tener unos chivitos para que mantengan el barranco libre de malezas. Luego, sostiene, podré convertir este despeñadero de basura en un parque para los niños.

–¿Verdad, poeta, usted no cree?

Y yo admiro sus trenzas de cabellos leoninos como la esfinge de un profeta menor del Caribe. Una estampa mitológica muy callejera que manifiesta su espiritualidad de “a tres centavos”; la de Julio, que se alimenta de lo primero que encuentra a la mano, bien sea la Biblia digerida como un bocado de hongo alucinógeno, o la filosofía del rastafari trotacalles que sueña con un parque infantil bien podado por unos chivitos que jamás serán.

Y que jamás berrearán para llamar a los niños y a las niñas que han quedado varados por ahí, sin nada qué hacer, porque la maestra no asistió a la escuela o porque ellos mismos no asistieron, pues, la comida al final de mes escasea y es mejor quedarse en la casa o en la calle que correr el riesgo de desmayarse mientras la maestra repasa una lección incomprensible. Además, siempre se consigue algo: unos mangos o unos mamones o si la suerte lo permite, cambures que todavía se pueden comer y que desechan del abasto porque la gente no los compra por falta de dinero.

Las calles son como unos ríos donde se puede pescar cualquier cosa. Pero para eso hay que estar alertas y aprender del oficio de la vida, por lo que ella tiene de urgencia, pues, tan grave está la cosa que, como dice la abuela: la masa no está para bollos. A veces provoca irse y buscar el oro tan codiciado más allá de los límites que impone esta ciudad. Julio lo ha pensado muchas veces y únicamente lo retiene su tío Melo, quien, a pesar de los trabajos pesados que realiza ya está viejo y cada día se parece más a San Judas Tadeo: calvo, flaco y desdentado.

San Judas es un santo que sale del templo los 28 de octubre de cada año, cargado por una cofradía de borrachitos de Puerta de Caracas, con quienes baila Caballo viejo como uno cualquiera del sitio. Por eso es un santo tan querido, además de milagroso y solidario con los pobres.

Julio está sometido a la misma suerte de los cachorros arrojados al barranco. Pero sucede que él es dueño y señor de su propia alegría, la cual, no es muy difícil de provocar: basta un trago de cocuy o una patada de cripy para que se enciendan los motores de la felicidad. Y aunque dura poco es posible rozar con ella otra piel distinta a la piel erizada de la necesidad. Aunque sea por un rato nada más, vale la pena reconocer que la alegría existe y que es posible compartir, en las buenas o en las malas.

–Estos lentes son para usted, poeta, mire que son Rayban. Deme lo que usted quiera.

El conjunto lo completa un teléfono BlackBerry, un cargador Power Bank y otro teléfono celular descontinuado. No tiene sentido preguntar cómo los consiguió porque sería pecar de ingenuo, indelicado, imprudente y pendejo. En todo caso, se trata de mercancías que circulan dentro de un mercado negro donde el anonimato, paradójicamente, es como un santo y seña. Y donde los probables dueños, están condicionados por la buena o por la mala leche que se tenga al momento de llevar a cabo las respectivas transacciones. Por otra parte, el aura que tales objetos poseen, hay que exorcizarla de inmediato mediante regateos, con mucha muela y astucia. Y así barajar cualquier mabita y sacudirla.

La comida se ha convertido en un valor de cambio, hasta para conseguir sexo de calle barato. Cambias comida por sexo y puedes tramitar un boleto de ida sin retorno y mandar a quien quieras borrar del mapa, al mismísimo carajo. Y quien tiene comida domina, y, si la posee en cantidades, domina sobre otros. Hay quienes han aprendido esta cruda economía y la aplican desde la cúspide de una pirámide cuya base está conformada por una población que desborda las fronteras del país, traspasadas como sea y a la hora que sea por tierra, por aire y por mar.

La vida se va quedando sola como un pentagrama que enmudece y poco a poco los sujetos más vulnerables van desapareciendo sin que se note. Pasan inadvertidos. Desaparecen sin hacer ruido. Y nadie o casi nadie, se da cuenta. A no ser los parientes y los amigos más cercanos. La Pelona camina entre la gente con las patas de una leona bien entrenada en las emboscaduras. Ataca con soltura y salta por encima del aire comprimido. Sus recorridos son más frecuentes ahora que las calles están desoladas. Solo es Ella quien frecuenta la medianoche y anota a su favor unos puntos de metralla infalible.

Porque las balas también están muy costosas y no vale la pena desperdiciarlas así nomás. Hay que administrar muy bien el plomo para que rinda. Porque la Pelona también se cotiza en la bolsa de los antivalores, promoviendo una rumba macabra por los suburbios.

–Poeta, ¿cuál es la flor escondida?

Se trata de una planta diminuta. Silvestre. Que crece entre las grietas húmedas de los escalones. En las esquinas donde montan guardia los limpiacasas. (Esos lagartijitos que se alimentan de hormigas, pequeñas arañas y hasta zancudos y que trepan con sus patas pegajosas por las paredes). Y entre las aceras rotas por donde la humedad discurre subrepticia gracias a las averías del acueducto, propiciando la floración de líquenes y humildes helechos.

La flor escondida posee cualidades depurativas y es un astringente poderoso. Nadie se toma la molestia de cultivarla. Ella siempre está allí, en cualquier parte. Basta con echar un vistazo para encontrar esta planta medicinal, generosa y sencilla. Utilizada para las afecciones renales con una tendencia naturalista que se ha intensificado debido a la imposibilidad de adquirir medicamentos. Porque están costosísimos. Y resulta que Julio sufre por unos cálculos renales que deben pesar unos cinco gramos.

–Aquí donde usted me ve, poeta. Tengo una puntada del coño de la madre.

Y dicen que el dolor provocado por un cólico nefrítico es tan arrecho como parir. Pero Julio trabaja y rebusca y resuelve como si nada.

–Ya expulsé uno pequeñito. Pero me quedan otros. Con ellos haré una sortija cuando me los saquen. Pero para operarme debo reunir un billete, poeta. Mientras tanto me curo con monte y con unos brujos que operan en Petare bajo la supervisión del Dr. José Gregorio Hernández. No derraman ni una gota de sangre. Cobran lo que uno pueda darles. También aceptan comida.

–¿Y la operación?

–Ayer, el médico no quiso recibirme. Pues, el hospital está desmantelado. No hay medicinas ni material para realizar las radiografías. Todo lo tiene que comprar uno. Desde los guantes quirúrgicos hasta las jeringuillas. Dígame usted poeta, ¿de dónde saco yo ese billete?

–¿Y si suspendes la piedra?

–Por ahora es lo único que me calma el dolor. Aunque sea de mentira. Además, me pone activo. Con todo lo que tengo que trabajar. Y si no tengo chamba debo inventarme una. Todo vale. Siempre que se pueda vender o cambiar. Hay que moverla, poeta.

Julio arranca un manojo de la planta flor escondida. Mira por debajo de las escalinatas y se sumerge en el barranco.

Mañana será otro día.

*18 quilates

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