No importa la época del año; ni los sobresaltos atmosféricos que suelen abatirse frecuentemente sobre Madrid. De hecho, por no importar, ni siquiera parece que le importen a él tampoco las docenas, quizás cientos de espectros anónimos que cada día pasan por su lado, sin otorgarle el beneplácito de una mirada. Para el resto del mundo, tan sólo es un hombre invisible.
Suele situarse, con una frecuencia obsesiva, en el mismo lugar: junto a un banco solitario que se encuentra sembrado en la tierra, como si fuera el ancla de un obsoleto carguero esperando conmiserativamente su desguace en los astilleros del olvido, a escasos metros de distancia de esa delicada construcción modernista –que debió de construirse en la época en la que España le dijo adiós a sus sueños de Eldorado y por tanto, a sus últimas colonias en Ultramar, mientras París se convertía en la Ciudad de la Luz con su Torre Eiffel y su Exposición Universal- cuya forma simula una pequeña fortaleza élfica y quizás por ello, responda al nombre de Palacio de Cristal.
Su edad, como la edad de cualquier hombre sin rostro, resulta imposible de precisar, y sin embargo, cuando sus dedos se deslizan por los botones de su viejo acordeón, es imposible no recordar aquélla frase que el crítico de Arte, Eugenio d’Ors, le dedicó a Gustavo Adolfo Bécquer, y presentir en él, sin dejarse influenciar por su tosca apariencia, otro ángel tocando un acordeón.
Puede suponerse, además, que dado que puede vislumbrarse su sombra, como una prolongación de esa incongruente seducción de incautos que son los cuerpos, su alma debe de encontrarse felizmente libre de cualquier angustiosa hipoteca con el Diablo.
Posiblemente tenga más canciones en su repertorio, pero jamás le he escuchado interpretar otra melodía que no fuera la que sirvió como banda sonora a ese gran clásico de la imaginación –que durante generaciones, fue una terapia recomendada entre los infantes norteamericanos- que se titula ‘El Mago de Oz’.
Curiosamente, cada vez que paso por allí, y le veo, con su sombra intacta –a diferencia de Peter Pan, que se pasaba el día cosiéndose la suya- deleitándome unos minutos con la melodía, no puedo dejar de pensar –no en la fantasía implícita en esa fábula de la vida, que en el fondo es ‘El Mago de Oz’- sino en aquélla sentencia del poeta John Donne, objetiva y certera como una puñalada asestada en el corazón, que dice, entre otras cosas, que nadie es una isla y que nunca se debe preguntar por quién doblan las campanas. Está claro que siempre doblan por ti.
AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.
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Thank-you very much
Muy lindos disparon @juancar347!! es muy lindo ver como pasan los rayos de sol por entre las hojas de los árdoles.
abrazo
Muchas gracias, Pablo. No siempre se consiguen los efectos deseados, pero por suerte, siempre hay días en que particularmente la luz parece querer concederte un deseo y aunque no consigas la fotografía perfecta, al menos te queda el consuelo de obtener un trabajo cuando menos meritorio. Saludos cordiales