La voz llegó de lejos.
Vino con pasos milenarios.
Sus pies ligeros
pisaron lodo, piedras,
estiércol.
Sus manos, suaves,
lavaron pieles y rostros.
Limpiaron sangre,
apretaron dagas.
Siempre en silencio.
El relámpago de su mirada
fulminó pasiones y
amansó ímpetus.
Cantó a príncipes,
a mendigos,
a soldados
y a monjes fogosos.
Tras su canto,
el silencio.
Y después,
la tormenta de los tiempos
estalló.
Despedazó las yuntas,
desarmó a los dioses,
pisoteó los hábitos,
incendió el pecado.
Su desnudez perfecta
congeló al verdugo
que sólo alcanzó
a escuchar el grito.
El grito!