La bestia del Bosque Grisáceo (Cuentos de Mizú)

in Literatos2 years ago (edited)

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Arte: Julian Met'yu & @huesos

«No es nada... nada. Algo que dicen esos tipos piojosos cuando se han soplado una botella de más... Una especie de animal que vive por allá»

—Algernon Blackwood.

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Juan Ernesto Rosales era un dedicado labrador proveniente de un pequeño poblado en el sur de los Andes venezolanos. Él apenas alcanzaba los veintitrés años cuando llegó a Heiligen tras ser contratado para trabajar en la hacienda Cranach. Una, por cierto, con una notoria fama por la gran calidad de la cerveza que allí se producía.

No cualquier persona podía trabajar en alguna etapa del proceso de elaboración de la exquisita cerveza Cranach, pero el joven Rosales lo consiguió porque, pese a su corta edad, tenía ya gran experiencia y muy buenas referencias. Él era un auténtico experto en el manejo del cultivo de lúpulo.

Juan Ernesto había trabajado la mayor parte de su vida en una hacienda cervecera de su pueblo natal, pero al encontrarse con la oportunidad de tener un mejor salario no dudó en aprovecharla.

La diferencia era sustancial. En la hacienda Cranach ganaría cuatro veces lo que solía ganar antes. Por eso, sin dudarlo ni por un segundo, aceptó la propuesta que llegó a él de la mano de un distribuidor que exportaba la cerveza de ambas haciendas.

El joven arribó a la hacienda con ambición, grandes expectativas y mucho entusiasmo. Fue bien recibido en su entrada por un hombre bastante alto, con una ascendencia italiana evidente en sus gestos. Él le condujo amablemente a sus aposentos, y en el camino se encargó de darle las indicaciones más importantes.

Le dio instrucciones muy sencillas mientras le presentaba la hacienda. «Aquí está el baño común», «allí es donde lavarás tu ropa», «allá está el comedor», y al final, luego de indicarle sus horarios, le dijo que no debía cruzar los límites de la hacienda sin primero pedir una autorización de sus superiores.

Por supuesto, casi todo lo que se le dijo parecía bastante natural, pero a Juan Ernesto le llamó la atención una cosa: el hombre que lo recibió le dijo, con muchísimo énfasis, que ni se le ocurriese adentrarse demasiado entre los altos pinos del Bosque Grisáceo.

Eso no era una orden, era un consejo. El Bosque Grisáceo inquietaba mucho a los empleados de la hacienda Cranach. Y es que de todas las que había en Heiligen, ninguna hacienda estaba tan próxima a él. Aquellos pinares milenarios bordeaban al menos tres cuartos de ella.

Se talaron cientos de árboles para poder darle a la hacienda toda su extensión aprovechando un terreno mayormente plano, dejándola apostada en un claro artificial de más de cuatro kilómetros de diámetro.

Esta no tenía cercado alguno. No parecía haber una razón para que lo tuviera. Casi nadie se atrevía a adentrarse en el Bosque Grisáceo. Por eso este fungía muy bien para asegurar que no hubiera intrusos en la hacienda.

Eso era así, principalmente, porque ese bosque solía estar plagado de una neblina tan densa que la mayor parte del tiempo, desde la lejanía, solo era posible atisbar las siluetas grises de sus prominentes árboles.

Por esa razón el bosque fue bautizado de esa manera. Y por los numerosos habitantes de ascendencia alemana que habitaban Heiligen, este también recibía el nombre de Nebliger Wald, lo que se traduciría como “Bosque Neblinoso”.

El caso es que allí había tanta niebla a ciertas horas que entre sus escabrosos terrenos se hace imposible distinguir lo que tengas de frente a más de un metro de distancia. Muchos llegaron a ignorar eso, y por imprudencia o terquedad acabaron extraviados en ese bosque.

Por mucho tiempo no hubo víctimas fatales de los peligros del Bosque Grisáceo, y cada incidente pasó a ser recordado como poco más que un susto pasajero. Pero en la hacienda Cranach el bosque era bastante temido pues, por su cercanía a este, quienes la habitaban sabían mejor que cualquiera que en ese lugar ocurrían cosas muy extrañas.

Al final el joven no le dio importancia a lo que se le dijo y no hizo preguntas al respecto. Así que tomó su equipaje, desempacó, y se dio a la tarea de conocer mejor su nuevo hogar y a quienes trabajarían con él allí.

Con el pasar de los días, Juan Ernesto se acoplaba muy bien a su labor. Se levantaba al salir el sol, tomaba un vaso de leche, y se dirigía a los sembradíos para cuidar de ellos con mucho esmero. Su trabajo no absorbía por completo su tiempo, y de hecho, por sus constantes recorridos por el pueblo, rápidamente su rostro se hizo reconocible para los habitantes de Heiligen.

El labrador era muy apuesto. Tenía un cuerpo atlético con una musculatura bien formada, la piel tersa y del color de las almendras, su cabello era castaño, tenía un mentón cabal, los ojos de un profundo color verde y la naríz respingada.

Además, Juan Ernesto tenía una personalidad muy amigable. Irradiaba seguridad y carácter, pero se le podía ver constantemente con una expresión alegre en su rostro.

A unos metros de la hacienda Cranach se encontraba la mansión de la familia. Esta estaba aparte, como la mayoría de los hogares de los hacendados de Heiligen. A esa gente no le gustaba juntarse con sus obreros.

Pero los Cranach de esa generación habían cambiado un poco esa filosofía, y no pasó mucho tiempo antes de que Juan Ernesto los conociera bien, y estrechara un trato bastante ameno con sus patrones.

Eso eventualmente hizo que se le permitiera visitar la mansión, y por esa razón acabó por conocer a la hija mayor de la familia, Laura Cranach. Ella terminaba sus diecinueve. Era hermosísima, sagaz, sumamente reservada, y una rebelde ante los ojos de su familia.

Laura había rechazado ya dos veces a nobles pretendientes de origen aristocrático. A decir verdad era muy testaruda, pero no era para menos. Ella se sentía en el derecho de elegir con quien compartir su vida y a quien concederle el honor de unirse a ella en matrimonio.

No fueron pocos los hombres que cedieron a sus encantos. La belleza de Laura lo ameritaba. Ella tenía un sedosísimo cabello rubio, ojos del color del cielo, la piel de un delicado blanco inmaculado, una sonrisa paralizante, y una figura tan definida que cuando vestía algún corsé, apenas le servía de adorno.

Laura deslumbraba a quien tuviese la fortuna de mirarla. Nadie culparía al joven Juan Ernesto por verse atrapado por sus encantos, pero incluso él se vio sumamente sorprendido cuando empezó a notar que lo que sentía por la señorita Laura era totalmente correspondido.

Cada intercambio de miradas entre ellos poseía una intensidad que trascendía lo que cualquier cruce de palabras hubiera podido aclarar. Estos eventualmente llegaron de forma muy discreta. Eran conversaciones casuales, pero con intenciones mayores.

Juan Ernesto jugaba un juego muy peligroso. Si los padres de Laura se enteraban de lo que ocurría, nada bueno le esperaba. Pero cuando se actúa con tan profundo sentir, la razón llega a ser totalmente enmudecida.

¿Qué veía la señorita Cranach en aquél simple labriego? Esa pregunta se la hacían los obreros de la hacienda, quienes al descubrir lo que ocurría procuraron guardar el secreto y desentenderse del asunto. Lo que hiciera Juan Ernesto no era su problema y, ciertamente, cualquier riesgo que él asumiera era plenamente su responsabilidad.

Para aquella pregunta realmente no había una respuesta concreta. El amor es caprichoso, definitivamente irracional, y muchas veces nace hacia las personas menos indicadas. A aquellos jóvenes no les importaba, solo sabían lo que sentían, y fueron cediendo a ese cariño que surgió entre ellos hasta que se enamoraron sin remedio.

Con el fin de no ser descubiertos, las comunicaciones entre ellos se producían por medio de cartas que ubicaban en lugares insospechados para hacerlas llegar sin mayor riesgo. Esa rutina les llevó a conocerse muy bien, y a acrecentar los deseos pasionales más intensos en cada uno.

Entonces pasó más de un año desde la llegada de Juan Ernesto a la hacienda Cranach, y para ese entonces él y la señorita Laura ya tenían algunos meses llevando adelante un noviazgo secreto. Su querer se fue haciendo cada vez más y más físico, hasta que los instintos superaron la sensatez y la ropa se hizo estorbo.

Sus bien organizados encuentros debían darse en una cabaña aledaña al Bosque Grisáceo. En la mansión Cranach había una manada de perros guardianes que hacían imposible para cualquiera que no fuera de la familia o el servicio cruzar su cercado durante la noche sin ser descubierto. Eso si por suerte no resultaba gravemente herido.

Esa cabaña parecía el lugar ideal por lo bien aislada que estaba del resto de las propiedades de los Cranach y de cualquier posible testigo de su travesura. Pero una aciaga noche descubrirían que allí corrían un gran riesgo. El temor que los obreros de la hacienda tenían por aquél bosque no estaba infundado en lo absoluto.

Con un intenso beso los jóvenes amantes dieron fin a su faena. Esa noche era muy oscura. Había luna nueva. Les era menester iluminar su camino de regreso, y por eso decidieron seguir un sendero que se desviaba ligeramente hacia el interior del Bosque Grisáceo. Esperaban que la espesa bruma que lo plagaba camuflara el brillo de su linterna.

—No sueltes mi mano —dijo una inquieta Laura mientras caminaban. De inmediato, Juan Ernesto le respondió:

—Tranquila. Yo guiaré tus pasos.

El sendero era circulado comúnmente durante el día, y Juan Ernesto se sentía confiado por haberle recorrido docenas de veces. Pero nunca lo había hecho a esas horas y, luego de haber caminado por un largo rato, la falta de visión acabó por desviarlos y hacer que se perdieran.

Cuanto más pasaba el tiempo, más se adentraban en el bosque, y se acrecentaba la preocupación de ambos. Juan Ernesto la disimulaba muy bien, pero Laura no se molestaba en ocultarlo.

—¿Sabes lo que ocurrirá si no llego a mi casa a tiempo? —preguntó.

—Cálmate. No nos tomará mucho hallar el camino de nuevo —respondió Juan Ernesto, pero sin estar muy convencido de lo que decía.

Laura tampoco le creía, así que estrechó con mucha fuerza su mano cuando decidió decirle:

—Tenemos que dejar de ocultarnos. Este es nuestro karma.

Juan Ernesto se giró y la miró condescendiente. Quedó callado por unos segundos, pero cuando halló las palabras correctas para responder, sus sentidos se pusieron en alerta al escuchar lo que no tardó en entender como los pasos de alguien, o algo, que se aproximaba hacia ellos rápidamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Laura al notar el abrupto cambio en la expresión de Juan Ernesto.

—Espera —respondió el labrador, extendiendo su mano derecha hacia ella mientras sostenía la lámpara con la izquierda.

Todo quedó en tenebroso silencio por unos segundos, hasta que de nuevo fue audible el reptar veloz que Juan Ernesto había escuchado, y esa vez Laura también lo percibió.

Juan Ernesto recordó entonces las advertencias que tanto le habían hecho, pero nadie se molestó en explicarle lo que realmente ocurría en el Bosque Grisáceo. Él se preguntaba si había algo allí a lo que debía temer. No solo la constante niebla que les hizo perder el camino, sino algo muy peligroso. Algo que respiraba.

Ese fue el pensamiento exacto que vino a su mente cuando notó que, además de los pasos que tronaban las hojas que alfombraban aquél suelo, había un áspero y escalofriante jadeo que hacía ritmo con ellos.

Su error entonces, o tal vez lo que salvó su vida, fue haber soltado la mano de su amada Laura. La visión de ambos estaba bastante limitada en ese momento. Por eso el oído de Juan Ernesto estaba agudizado al máximo cuando lo alcanzó un pavoroso grito de dolor.

Era Laura. Había recibido una embestida brutal que la tiró al suelo. Aquello fue una cornada. Lo que se abalanzó sobre ella tenía un par de prominentes cuernos que, para mayor terror y agonía, estaban sumamente afilados.

Juan Ernesto se halló en un pánico inmenso, pero se armó de valor, dio un brinco, y trató de salvar a Laura de aquello que la había atacado.

Él no lograba ver nada, solo escuchaba a la bestia gruñir mientras atacaba furiosamente a Laura, y a ella gritar su nombre suplicándole socorro. En su desesperación, Juan Ernesto acabó dándose de bruces contra un árbol con tal contundencia que perdió el conocimiento y cayó tendido en el suelo.

Para cuando despertó, ya la luz del día había surgido en pleno, y en la mansión Cranach la ausencia de Laura había sido advertida. Juan Ernesto intentó buscarla de inmediato. Ya la niebla se había difuminado lo suficiente como para dejarle rastrear su paradero por las marcas que había dejado la bestia al arrastrarla por el bosque.

Al final la halló, solo para descubrir que yacía bañada en su propia sangre sobre una triste cama de tierra y hojas secas. Su corazón había dejado de latir mucho antes. Entonces Juan Ernesto desbordó en un amargo llanto, y era tan escandaloso que sirvió de guía auditiva para aquellos que los buscaban.

Ya la pareja había sido delatada para entonces por la histeria que se desató en la mansión por la desaparición de Laura. Nadie estaba dispuesto a verse perjudicado por sus acciones, y bastó con eso para que los empleados de la hacienda confesaran finalmente la verdad sobre su amorío.

Juan Ernesto fue encontrado junto al cadáver de Laura por un grupo de búsqueda que era encabezado por su padre. Y cuando aquél hombre se encontró con tal imagen, su dolor provocó que toda su ira cayese sobre el desafortunado labrador.

Juan Ernesto Rosales fue llevado a prisión acusado de haber asesinado a la señorita Laura. No importó lo mucho que insistió en su inocencia. La historia que contaba parecía inverosímil, y de todas maneras, su condena fue el resultado de la crueldad vengativa del padre de Laura.

El hombre, Gerard Cranach, tenía poder e influencias suficientes como para hacer que todo el peso de la ley cayera sobre Juan Ernesto a pesar de la gran carencia de evidencias en su contra. El pobre apenas tuvo un juicio, y solo para mantener el protocolo.

El resto de los empleados de la hacienda Cranach bien que le creían a Juan Ernesto. Nadie mata a alguien que ama de esa manera. Además, ellos tenían conciencia de que en ese bosque habitaba una criatura que encajaba con lo que Juan Ernesto contaba.

Lo que sea que fuera ese ser violento y atroz que dominaba el Bosque Grisáceo había acabado con la vida de Laura, el gran amor de Juan Ernesto, y había arruinado su vida para siempre.


"Los Cuentos de Mizú" es una antología de cuentos de horror escrita por Eddie Alba e ilustrada por Julian Met'yu. Esta nos lleva a conocer las historias del distinguido y desaliñado Mizú, un gato experto en ciencias oscuras y gran conocedor de leyendas que investiga las interacciones de los seres humanos con lo sobrenatural.


Descubre los cuentos:

○ Primera saga: Heiligen Mutter

Prefacio
El ritual
El revolotear de las moscas
El último y pútrido aliento
La maldición de Heiligen
Mi última noche en Heiligen
El fin de mis sueños

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✏️ Dibujo| Drawing: Julian Met'yu

✂️ Separador | Separator: @huesos

✒️ Edición de | Edition By: @huesos with PicsKit & Pixlr

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Hola amigo. Gracias por recomendar "Desvarío". Muy honrosa su mención a mi poema. Gracias.