La Rosa de Auschwitz "La Llegada"

in Literatos2 years ago

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(Imagen diseñada por mi en Canva)

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Al fin sacaron a Hanna y a sus padres de la celda, les dieron un trozo de pan negro como desayuno mientras los guardianes comían copiosamente, y por último fueron obligados a trabajar duro.

Franz fue llevado casi a empujones a la cocina del lugar, entre burlas de los guardianes que se jactaban de que ahora degustarían comida gourmet.

—¿Cuál será la especialidad de hoy? —preguntó un soldado en tono de burla.

¡Ragweed! (ambrosía) —respondieron otros dos a coro mientras empujaban a Franz con violencia sobre la encimera.

—Olvídate de que eres el jefe, aquí no eres más que una escoria, un maldito traidor —dijo un soldado después de clavarle un puñetazo que lo hizo escupir sangre.

—Yo asumo lo que sea, no me arrepiento de nada —respondió Franz con gallardía.

—¿Ah no? ¿Y ahora? —preguntó otro golpeándolo en el estómago.

—No saben porqué lo hice —respondió Franz tratando de recuperar el aire—. Ustedes son unos jovencitos, apenas y tendrán dieciocho años... y además fueron criados bajo una doctrina racista y absurda, por eso...

—¡Cállate! Tú eres el que no comprende. ¡Solo mírate y míranos! ¿Cómo crees que podemos ser iguales a esos sucios cerdos judíos? ¿Cómo fuiste capaz de esconderlos en tu propia casa?

—¿Con qué los alimentabas? ¿Con la misma comida que nos dabas a nosotros en Ragweed? ¡Maldita sea!

—Pero tú y tu familia van a pagar cara esta traición... De seguro cuando Herr Himmler o el propio Führer lo sepan, no tardarán en dar la orden de colgarlos en la plaza o frente al propio restaurante como escarmiento.

Lo que estos soldados no sabían, era que tanto Himmler como el Führer, a esas alturas estaban muy ocupados en cosas más importantes para ellos.

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Hanna y Angelika en cambio fueron conducidas a la lavandería, donde fueron obligadas a lavar montones de ropa.

—¡Apresúrate con eso! —gritó una guardiana mientras Hanna intentaba trasladar un balde pesado lleno con agua.

Le costaba trabajo, pero hacía lo que podía para evitar más empujones, bofetadas y demás maltrato porque sabía que cada uno de ellos se calaba en el corazón de su madre que la contemplaba con dolor, rogando que la lastimaran a ella, pero las guardianas, sádicas, lejos de complacerla seguían golpeando a su hija.

La pobre Hanna tropezó y derramó un poco de agua sobre los zapatos de una guardiana y ésta le hincó la empuñadura de la fusta en el estómago, haciéndola doblar por la cintura a causa del dolor, y posteriormente siguió pateándola en el piso mientras Hanna se hacía un ovillo para proteger su rostro y las zonas vitales de su cuerpo.

—¡Maldita perra! ¿Quién eres ahora? ¡Dímelo! Antes trabajabas por gusto, pero ahora porque no tienes otra alternativa. ¡Levántate y sigue trabajando! —concluyó la mujer después de asestarle un fuetazo en la espalda.

Hanna trataba de no quejarse para no preocupar más a su madre que en cuanto la tuvo nuevamente a su alcance no dudó en acariciarla mientras lloraba.

—¿Estás bien, hija? ¡Por Dios! Creí que iban a matarte.

—Estoy bien, mamá —respondió la muchacha vertiendo el contenido del balde sobre una inmensa batea donde otras mujeres trabajaban restregando la ropa—, pero no nos distraigamos más y sigamos trabajando, no quiero que te lastimen.

—Yo prefiero morir que verte sufrir de nuevo, Hanna.

—Y yo prefiero todo lo contrario, mamá —respondió su hija con los ojos húmedos, pero sin atreverse a llorar.

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En Auschwitz, Dedrick no podía creer lo que escuchaba mientras sostenía el auricular del teléfono.

—¿Estás seguro de lo que me estás diciendo, Liebehenschel? —preguntó furioso, haciendo sobresaltar a la muchacha judía que pasó por su lado en ese momento, transportando una pila de toallas limpias. Fue una suerte que no se le hayan caído—. ¡No pueden ser ellos!

—Te digo que los vi, yo mismo fui a hacer la captura. Había siete malditos judíos escondidos como cucarachas en el sótano de los Müller, contando a un par de mocosos que fueron los que mi sobrino Ferdinand vio a través de la ventana.

—¡No! —exclamó Dedrick impresionado, pensando en Hanna—. ¡No puede ser posible! Su casa... el restaurante... todo apuntaba a que...

—Solo eran patrañas para mantenernos engañados, Schneider. ¡Franz Müller y su familia no son más que asquerosos traidores!

—¿Qué posibilidades hay de que esos sucios infelices se hayan colado en la casa sin que ellos lo supieran? —preguntó Schneider con la respiración agitada debido a la furia, todavía se negaba a creer lo evidente.

Hanna no podía ser una traidora, por más que su mente insistía en mostrarle los recuerdos de las veces que ella se indisponía cada vez que él sacaba a relucir el tema de los campos de concentración, o las medidas que debían llevarse a cabo contra los judíos.

Al otro lado de la línea se escuchó la risa irónica de Liebehenschel antes de contestar.

—Ninguna, te lo puedo asegurar, ellos mismo lo aceptaron.

—¿Qué dijo Hanna?

—Ella no estaba en casa en ese momento, sino en Ragweed, recibiendo a una amiga suya. Yo tenía otros asuntos que resolver con urgencia, así que dejé a uno de mis hombres de confianza encargándose de todo.

—¿Cuándo fue todo esto?

—Ayer, pero como te dije estaba muy ocupado en un asunto que me encomendó Schumann, solo reuní a mis hombres para ir antes a casa de los Müller porque al igual que tú estaba anonadado, no podía creer lo que Ferdinand me contaba, pero ya sabes que no podemos desestimar nada, de modo que quería cerciorarme por mí mismo.

—¿Dónde están todos: los Müller y los cerdos esos? —preguntó Dedrick con un ataque de ansiedad.

—Ya conoces el procedimiento, dí instrucciones para que llevaran a los Müller a La Planta, y los cerdos esos fueron llevados al mismo lugar donde los trasladan siempre a la espera de los trenes, probablemente los recibas en Auschwitz, porque últimamente todos los trenes que salen de aquí van hacia allá.

—¡Dame los nombres! —solicitó Dedrick sin poder contenerse. Su tono de orden molestó a Liebehenschel.

—¡No los tengo! —respondió en el mismo tono—. Te dije que andaba de pasada y el encargado que dejé parece que lo olvidó, pero ¿eso qué importa?

—¿Cómo que qué importa? —gritó Dedrick fuera de sí—. El inútil de tu subordinado olvidó algo tan imprescindible, no siguió el procedimiento adecuado. ¡Deberías hacerlo fusilar por inútil!

—¡No me grites, Schneider! ¿Acaso te crees superior a mí solo porque serviste un tiempo en La Wehrmacht gracias a las influencias de tu padre? Te recuerdo que ahora ostentamos el mismo cargo. Deberías agradecer la información que te estoy dando. ¿Qué más da sus nombres? ¿Para qué los quieres? Igual ya deben estar en camino. Si salieron ayer probablemente dentro de tres o cuatro días los tendrás allá.

—¡Maldita sea! —espetó Dedrick rojo de ira—. Quería sus malditos nombres para hacerles pagar la osadía en cuanto llegaran aquí... ¿Cómo lo sabré ahora?

—Eso es lo de menos, lo importante es que también tenemos a los Müller. Sus propiedades ahora pertenecerán al Reich como indemnización, y ellos pues... ya sabes, tendrán lo que se merecen.

Dedrick respiró hondamente para tratar de regular su respiración agitada.

—Da órdenes de que los dejen donde están, pero envíame a Hanna... —suspiró de nuevo para llenar de aire sus pulmones y añadió—: por favor.

—¡Pero, Dedrick! Ése no es el procedimiento.

—Desde luego que lo es, casi a diario recibo en este lugar mucho más que a ratas judías, también hay gitanos, Testigos de Jehová, putas, maricones, comunistas, desertores y desde luego... traidores —dijo haciendo mucho énfasis en la última palabra—. De modo que si puedes hacer todo lo que esté en tus manos para enviármela, te lo agradecería mucho.

—¿Y qué hay de Franz y Angelika?

Lo primero que pasó por la mente de Dedrick fue un enorme deseo de venganza... ¿Cuántas veces había estado en esa casa, comiendo en la misma mesa de unos traidores? Probablemente había comido en la misma loza que esos sucios judíos ¡Maldito Franz! Merecía la muerte al igual que su esposa, pero se lo pensó mejor... la venganza más adecuada sería que vivieran para poder ver partir a Hanna sin saber a dónde (ella también lo merecía por traidora) Estaba casi seguro de que su constante rechazo se debía a sus ideas antisemitas mientras ella cuidaba y mantenía a resguardo a esos... ¡Qué aberración!... Debería matarla con sus propias manos, debería hacerla sufrir... pero para eso debía tenerla a su alcance, para consumar su venganza.

—Ya te lo dije, que se queden en La Planta, será mejor que vean y sientan todo lo que han perdido a causa de su traición... y pues... muy probablemente los necesite a futuro. Gracias por avisar, Liebehenschel y... por toda la ayuda que puedas prestarme —dijo el hombre antes de colgar el teléfono—. ¿Y tú qué me ves? —espetó, haciendo estremecer de pavor a la pobre quinceañera judía que lo contemplaba desde un rincón, con expresión aterrada.

—Solo quería decirle que mi madre lo manda a llamar para el almuerzo, señor —respondió la adolescente con voz trémula.

—¡Retírate de mi vista, pequeña rata! ¡Debería matarlos a todos! —gritó arrojando un jarrón que se hizo añicos a los pies de la chica.

Dedrick estaba ciego de ira. ¡No podía ser posible que Hanna fuese una traidora! La creía una mujer sensible y débil, que por esa razón no toleraba los malos tratos y la extrema disciplina sobre los reos judíos, pero jamás en toda su vida imaginó que ella y sus padres fuesen unos asquerosos traidores... ¿Quiénes eran esos cerdos que escondían en el sótano y por qué los protegieron? ¿Ellos mismos tendrían origen judío?

El hombre solo se tranquilizó ante la idea de que en poco tiempo, al fin tendría a Hanna al alcance de su mano, literalmente.

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Esa noche en Berlín, cuando los Müller estaban reunidos de nuevo en su celda, después de trabajar todo el día e ingerir un simple caldo de verduras, fueron sorprendidos de nuevo cuando un par de soldados irrumpieron en la celda de repente.

—¿Hanna Müller? —llamó uno de ellos.

Hanna miró a sus padres con angustia, pero Franz negó con la cabeza, indicándole que guardara silencio.

—¿Quién de ustedes es Hanna Müller?

No había respuestas y por lo tanto uno de los soldados desenfundó su arma y tomó con violencia del brazo a uno de los niños que estaban ahí, el cual comenzó a llorar y gritar mientras el soldado lo apuntaba en la cabeza. La madre se dejó caer de rodillas juntando las manos para suplicar por su vida.

—¡Quién quiera que sea que dé un paso ahora mismo, si no quiere que le vuele la cabeza a este mocoso!

Hanna sintió que ya no podía ocultarse, no en esas condiciones, así que no le quedó más remedio que dar un paso al frente en medio del pánico de sus padres y del suyo propio.

—¡Soy yo, por favor baje el arma!

El hombre empujó el niño hacia su madre y en cambio tomó el brazo de Hanna.

—¡Tú vendrás con nosotros!

—No, pero ¿y qué hay de mis padres? —preguntó Hanna nerviosa.

—¡Hanna! —exclamó Franz comenzando a alterarse—. ¿A dónde la llevan!

—¡Hanna! —dijo su madre entre sollozos, estirando los brazos para tratar de alcanzarla entre los barrotes de la celda.

Ella se zafó del agarre del soldado y corrió a la celda de nuevo para abrazar a sus padres de la única forma que podía, a través de los barrotes. Estaba convencida de que era su fin, que su hora había llegado. Pagaría con su vida la traición al tercer Reich, a la raza aria, al Führer y a Alemania. Parecía mentira que hacía tan solo un día estaba en casa con sus padres, Benjamin también estaba con ella, todos estaban bien, escondidos y a veces asustados, pero bien... Trató de no resistirse para ahorrarles a sus amados padres el trauma de verla morir frente a ellos, así que solo se limitó a despedirse.

—¡Los amo tanto! —dijo entre sollozos—. Los amo y estoy orgullosa de ustedes. ¡Lo juro! Han sido los mejores padres...

—¡No, Hanna! —dijo su padre llorando también. Hasta ese momento ni Angelika ni Hanna lo habían visto llorar—. ¡No hables así! —posteriormente se dirigió a los soldados—. ¡Llévenme a mí! ¡Fui yo quien ofreció la casa para que ellos se ocultaran!

—¡No, papá! ¡Basta! —gritó Hanna mientras el soldado tiraba de ella para apartarla de las rejas—. ¡No digas nada más!

—¡Mi bebé! —sollozaba Angelika desesperada pero la extraña petición de los soldados le dio esperanzas de que al parecer no pretendían asesinar a su hija.

—¡Denme su equipaje! —dijo el hombre con la mano estirada.

—Obedezcan, por favor —suplicó Hanna enjugándose las lágrimas, no quería que arremetieran contra ellos dos.

—¿A dónde la llevan? —preguntó Franz.

—¡No es tu problema! —respondió uno de los soldados.

—Lejos de aquí —respondió el otro—. HerrLiebehenschel ordenó su traslado.

—¡Tú cállate! —reprochó el primero.

Franz tomó el equipaje y se lo entregó a su hija, Hanna lo recibió y posteriormente acercó su frente para que él la besara, su madre también la besó entre sollozos. Franz comenzó a intuir lo que sucedía. ¿Por qué razón Liebehenschel ordenaría el traslado de Hanna a otro lugar? ¿Específicamente a Hanna? La única razón para ello sería porque alguien más la había solicitado y ese alguien no podía ser otro más que Dedrick Schneider... ¡Ya estaría enterado de todo! Por la expresión preocupada de su rostro, al parecer Hanna intuía lo mismo, pero en realidad estaba más temerosa de dejarlos.

—¡Hanna! —exclamó Franz al ver que uno de los soldados la sacaba con rudeza de la celda, antes de cerrarla nuevamente.

—Estaré bien, papá... por favor cuida a mamá. Te juro que los amo infinitamente —dijo con voz trémula mientras su rostro se comprimía en una mueca de sufrimiento.

—Nosotros te amamos también, hija mía.

Era un momento muy duro y ella casi no podía soportarlo. Bajó la mirada y entonces observó algo que formaba parte de su equipaje pero que a causa de las emociones había olvidado por completo, entonces le dio a sus captores una mirada de súplica.

—Necesito una cosa más.

—¡No estás en condiciones de exigir nada!

—Por favor, se trata de esas rosas —dijo señalando la maceta que estaba junto a Angelika—, solo eso, nada más.

El hombre asintió y se dispuso a abrir las rejas nuevamente pero apenas lo hizo y Hanna entró para buscar las flores, su madre volvió a capturarla en un abrazo.

—¡No se la lleven, por favor! —suplicó entre lágrimas—. ¡Es mi nena, se los ruego!

El que abrió la reja apuntó con su arma a Angelika para que liberara a Hanna.

—¡No! ¡Por favor mamá, suéltame! Te prometo que estaré bien, prométeme lo mismo... ¡Sé fuerte y trata de resistir porque yo haré lo mismo! ¡Volveremos a vernos, te lo juro!

—¡Hanna! ¡Hanna! —gritó Angelika.

Lágrimas de dolor surcaron las mejillas de la muchacha conforme se fue alejando del lugar, escuchando cada vez más lejos el llanto de su madre, preguntándose si volvería a verla algún día... a ella y a su padre. No se atrevió a mirar atrás por temor a echar a correr hacia ellos. No quería dejarlos ¡Por Dios que no quería dejarlos! Y ese sentimiento la acompañó por mucho tiempo, sobre todo cuando fue embarcada en un tren que la sacó de Berlín e incluso de su país.

Nadie le indicaba el destino, pero sin lugar a dudas que el trato había cambiado, le proporcionaron comida y hasta la dejaron darse un baño y cambiarse de ropa en la estación antes de abordar el tren.

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Días después, Los Eisenberg estaban agotados y entumecidos por ese viaje que parecía no tener fin, era como una pesadilla terrible. Casi no habían hecho escala, salvo en tres ocasiones para deshacerse de los cadáveres de las personas que no resistieron el duro viaje.

En el vagón donde viajaban los Eisenberg, habían muerto unas cuatro personas: dos ancianos, un bebé y una mujer que estaba muy enferma cuando abordó el tren.

Todo era un caos de llanto y desesperación, los niños lloraban de hambre y angustia, había un olor nauseabundo que despedía el cubo de desechos que los nazis les habían proporcionado a modo de bacinilla (uno solo para todos los que estaban en el vagón) Las mujeres se cubrían unas con otras, ayudándose con paños o sábanas extraídas de su equipaje para ocultarse y al menos así salvaguardar un poco su dignidad. Y como podían se las ingeniaban para arrojar los desechos por la estrecha ventana que tenían como única ventilación, pero era una tarea difícil porque no podían hacerlo sin que la brisa que se generaba a causa del movimiento del tren los salpicara de vuelta.

Para colmo no tenían ni comida ni agua y en casi cuatro días que llevaban de viaje solo les habían proporcionado un poco de pan duro para cada uno y un litro de agua para las cuarenta y seis personas (beneficios que Joseph había pagado por una exorbitante suma de dinero que por los momentos aún conservaba en su equipaje) Los gemelos ya ni siquiera preguntaban a donde se dirigían porque nadie sabía cómo responderles. En el vagón sobraban las especulaciones pero todo parecía apuntar que se dirigían a Polonia.

—Creo que ya no estamos en Alemania —dijo uno de los prisioneros del vagón, observando por entre las hendijas de la madera.

Afuera se apreciaba a lo lejos la luz naciente del sol.

—¿Estamos en Polonia? —preguntó otro.

—¡Dios mío! Solo pueden llevarnos a Treblinka, Chelmno, Belzec, Sobibor, Auschwitz o....

—¿Eso que importa?... a donde quiera que vayamos moriremos.

—¡No quiero morir! ¡No quiero morir! —dijo Joshua tapándose los oídos para tratar de acallar las horribles especulaciones de los adultos.

—¡Cállate! ¡Estás asustando a mi hijo! —gritó Noah impacientándose.

—Es la verdad, que se vaya acostumbrando.

—¡Quiero ir a casa! —lloriqueó Jared—. ¡Saltemos por la ventana!

—¡Jared, Cálmate, por Dios! —dijo Judith tratando de contenerlo.

—¿Te das cuenta de lo que provocaste con tus estúpidos comentarios? —dijo Benjamin señalando a su sobrino.

El tipo se encogió de hombros con resignación.

—Lo siento, solo digo la verdad, éste es solo el principio de nuestro fin.

—¿Dónde está tu fe, muchacho? —dijo Joseph—. Nuestro pueblo vagó cuarenta años por el desierto y aún en medio de vicisitudes Dios jamás los abandonó, no lo hará ahora.

Sus palabras hicieron callar al hombre que bajó la mirada.

—Aún y cuando parezca que todo está acabado, siempre podremos tener la esperanza de reencontrarnos en la tierra prometida.

—¡Esto parece mentira! —exclamó Deborah entre sollozos mientras abrazaba a Benjamin.

Al cabo de unas cuatro horas el tren comenzó a perder velocidad.

—Parece que estamos llegando —dijo una mujer, poniendo a los demás en alerta.

Enseguida varios se agolparon frente a la pequeña ventana para intentar mirar.

—¡Cuidado con los niños! —advirtió otra mujer.

—¡Jared, ven aquí! —lo llamó Deborah.

—¿Dónde rayos estamos? —se preguntó Benjamin lleno de incertidumbre, pero lamentablemente cuando el tren se detuvo por completo y abrieron la puerta corrediza le llegó la peor respuesta.

—¡Bienvenidos a Auschwitz o lo que es lo mismo, al infierno! —dijo a modo de saludo un oficial nazi, que no era otro más que Carl Friedman, el mejor amigo de Dedrick—. ¡Bajen en orden!

No importaba lo que él había dicho, todos estaban felices de poder bajar, necesitaban caminar. Se dieron cuenta de que al igual que en Alemania ahí también había judíos al servicio de los nazis, se notaba que eran prisioneros porque vestían un feo uniforme a rayas. Benjamin logró distinguir la palabra Kapo en el uniforme de uno de ellos antes de que éste lo empujara violentamente para obligarlo a bajar de la rampa más rápido, iba a responderle como se merecía, pero se lo pensó mejor al ver lo nerviosas y asustadas que estaban su madre y su cuñada.

Había muchísima gente y al final una edificación de ladrillos con garitas. A un lado se veía a varios oficiales vistiendo el uniforme nazi, entre ellos Dedrick Schneider, a quien los Eisenberg reconocieron por las fotografías que habían visto en el periódico. (Benjamin lo miró con odio, tratando de frenar el impulso de abalanzarse sobre él) Junto a los oficiales estaban también unos cuantos hombres vestidos de médico.

Casi inmediatamente escucharon a uno de los oficiales gritar.

—¡Gemelos! ¡Gemelos!

—¿Están buscando gemelos? —preguntó Deborah.

—No será para algo bueno —intuyó Noah al mirar que de las largas filas extraían a varios niños y niñas ante la aprobación de uno de los médicos que sonreía elevando el pulgar—. ¡Santo Dios, Judith!

En ese momento alguien tomó a Jared del brazo.

—¡Aquí hay un par! —gritó un Kapo.

—¡Suélteme!

Pero el hombre, lejos de liberarlo apresó también a su hermano, sacándolo de la fila.

—¿A dónde lleva a mis hijos? ¡Suéltelos! —gritó Noah tratando de abalanzarse, pero inmediatamente lo apuntaron con decenas de rifles y pistolas.

—¡Cállate! —gritó uno de los oficiales, clavándole la culata del rifle en el estómago.

—¡Mamá! ¡Papá! —gritaban los niños desesperados mientras se alejaban.

Judith los vio alejarse sin poder hablar, estaba pálida, aterrorizada y ahogada por el llanto. Sentía como si le estuvieran arrancando uno a uno cada miembro de su cuerpo.

—¿A dónde los llevan? —preguntó Benjamin con desesperación mientras Joseph intentaba sujetar a Noah que, a pesar del dolor en el estómago seguía intentando defender a sus hijos.

—¡No hagas que te maten, hijo...por favor! —suplicó su padre con vehemencia—. Te juro que los encontraremos luego, probablemente estén mejor que nosotros.

—¡Jared! ¡Joshua! —reaccionó finalmente Judith, intentando correr para tratar de alcanzar a sus hijos, cuyos gritos se perdieron en la distancia entre el mar de gente y llanto. No obstante Benjamin la detuvo.

—Papá tiene razón, Judith, son niños, tal vez los lleven a una sección especial... no lo sé.

—¡Les suplico que no los lastimen! —dijo Deborah entre sollozos.

—Ellos estarán bien, lo prometo, estarán bajo mi cuidado —dijo con una sonrisa tranquilizadora uno de los médicos que no era otro más que el temible Mengele.

—¿De verdad, doctor? —preguntó Deborah temblando.

—Desde luego, señora, no se preocupe.

—Todos formen una fila frente al doctor —ordenó un Kapo con la misma vehemencia con que lo hacía los nazis.

El médico se puso a silbar una tonada mientras le echaba una escueta mirada escrutadora a cada uno de los nuevos prisioneros antes de señalar a la derecha o a la izquierda. Los escogidos se acumulaban en las direcciones señaladas después de la inspección. Los colegas de Mengele hacían esta operación de forma mecánica, con tedio, queriendo acabar pronto, pero él de verdad lo disfrutaba bastante.

Cuando llegó el turno de los Eisenberg, Benjamin fue el primero en ser analizado por el médico que enseguida lo envió a la derecha, y asimismo con Judith y Noah, aunque cuando les tocó el turno a Deborah y a Joseph el hombre los envió a la izquierda en primera instancia y posteriormente a la derecha, al ver que Joseph todavía era un hombre fuerte pues casi sin dificultad levantó en brazos a una mujer que se había desmayado a su lado.

El hombre se acercó a Joseph y a Deborah para hacerles un análisis más detallado. A pesar de los días de duro viaje, sed y hambre, ambos todavía se mostraban rozagantes y fuertes, en lo que respectaba a su anatomía, así que les dio una segunda oportunidad, tal vez todavía se podría obtener algo de ellos en los campos o en un futuro, si todavía estaban vivos, probando uno de sus fármacos.

—Vayan a la derecha —ordenó con una sonrisa que pretendía ser simpática.

Lo que todavía no sabían era que en esa macabra selección, las palabras «izquierda» y «derecha» marcaban la diferencia entre la vida y la muerte pues, mientras los que eran escogidos para la derecha podían considerarse en cierta forma «afortunados» puesto que les darían la oportunidad de trabajar, los de la izquierda estaban condenados a morir sin derecho a nada, ni siquiera a un último adiós por parte de su familia.

Al final de la terrible selección, los «afortunados» fueron embarcados en varios camiones y los de la izquierda siguieron el camino a pie hacia la edificación que se vislumbraba al final y a la que todos llamaban Birkenau.

Finalmente los camiones se detuvieron frente a unos muros de ladrillo y unas rejas que daban la bienvenida a un lugar que por su aspecto auguraba todo el horror que contenía.

Benjamin elevó la mirada y leyó la inscripción de la reja:

Arbeit Macht Frei

—El trabajo los hará libre —leyó en voz alta, intuyendo la gran mentira que encerraba esa leyenda.

No sabía que horrores encerraba ese lugar, ni tampoco los que le esperaban a él y a su familia una vez que traspasaran esa verja, la razón le indicaba que una vez adentro no podrían salir tan fácilmente, pero de lo que sí estaba seguro era de que trataría de resistir cuanto pudiera, por ellos y por Hanna. ¡Hanna! ¿Dónde estaba Hanna? y ¿a dónde llevarían a sus sobrinos? ¿Estarían bien tal y como había afirmado ese doctor? No lo sabía pero en el fondo no confiaba en él.

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