Ricardo miró la foto por enésima vez. El marco era de madera y la imagen, un poco borrosa, mostraba a un chico sonriendo junto a una tabla de surf. Era Leo, su único nieto, que vivía a tres mil kilómetros de distancia, en la playa de Waikiki, Hawái.

Para Ricardo, que nunca había salido de su pueblo, Hawái sonaba a un sueño inventado, lleno de volcanes dormidos y flores gigantes. Cada llamada era un pequeño milagro que acortaba esa inmensa distancia. Leo siempre hablaba de olas, de piñas dulces y de un sol que nunca fallaba. Ricardo, por su parte, le contaba de las gallinas, del clima fresco de la montaña y de la calma de las tardes.
“Abuelo, ¿viste la luna llena anoche?”, preguntó Leo en su última videollamada. “Aquí se veía enorme, sobre el mar. Pensé en ti”.
Ricardo sintió un pellizco. La luna que los dos veían era la misma, aunque estuvieran separados por tanto azul. No importaba que Leo oliera a sal y él a tierra mojada.
Esa luna era su puente. Guardó la foto en el bolsillo de su camisa, cerca del corazón. Tres mil kilómetros no eran nada cuando el cariño viajaba sin pasaporte. Se prometió que algún día vería esa luna sobre el mar hawaiano.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.