Qué experiencia maravillosa es el teatro. El teatro de Bellas Artes en la Ciudad de México tiene el plus de una soberbia arquitectura. Tuve la fortuna de asistir al ensayo general de una ópera -una tropi-ópera, para ser precisa. En lo que empezaba la función hay tiempo suficiente para peinar de pe a pa los detalles del teatro iluminado. Esta cortina con un paisaje del centro de México se levanta para dar lugar a la función que nos transportó a un caribe imaginario.

Detalles tornasoles, cactus y nopales así como las siluetas inconfundibles de la que parece una mujer dormida y el volcán Popocatéptl, que por cierto es la trágica historia de un amor separado por el sueño eterno. Debo decir que estos paisajes y su tragedia para mí eran tan imaginarios como lo era la isla ficticia que prosiguió a la tarde. Como oriunda del caribe continental me sentí conectada con las representaciones del oleaje y la sabrosura general de la obra. Sin embargo, la idea de mexicanidad que proyecta el teatro de Bellas Artes es otro: es una idea anclada en un paisaje semiárido e historias de drama que poco o nada tiene que ver con el bamboleo de palmeras tropicales que me vieron nacer.

Representar a un país en un dibujo es cosa complicada, pero cuando menos la parcialidad que muestra en art decó es ciertamente exquisita a la vista.