En una tarde lluviosa de verano, Alberto conducía su fiel Chevrolet Corsa por la Ruta 11. La carretera, normalmente serena y recta, hoy se presentaba traicionera debido a la tormenta. Los rayos zigzagueaban en el cielo, la lluvia caía como una cortina impenetrable y el asfalto parecía resbalar bajo las ruedas del coche.

Alberto iba concentrado, aferrado al volante con ambas manos, cuando un vehículo que venía en sentido contrario perdió el control y se cruzó en su camino. El tiempo pareció detenerse mientras Alberto daba un volantazo para evitar la colisión, pero era demasiado tarde. El impacto fue inevitable. Sonó un metálico crujido mientras los vehículos se estrellaban, y aquel Corsa que tantas aventuras había compartido con Alberto, quedó destrozado en cuestión de segundos.
Afortunadamente, Alberto salió prácticamente ileso, solo con unos moretones y un golpe en el orgullo. Su mente, sin embargo, estaba en otro lugar: en su destrozado Corsa. Con la ayuda de algunos transeúntes, logró remolcar el coche hasta su casa. Lo estacionó en su garage con la firme intención de repararlo algún día, aunque estaba consciente de que el daño era extenso.
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. La rutina diaria y las responsabilidades hicieron que el proyecto del coche quedara en un segundo plano. A pesar de cada promesa y cada inicio de reparación, el Corsa seguía estacionado, acumulando polvo y óxido. Tres años después, el coche permanecía en el mismo lugar, testigo silencioso de la resiliencia y la nostalgia de Alberto.
Después de todo este tiempo, el Chevrolet Corsa no solo era un vehículo descompuesto, sino un recordatorio visible de la promesa que Alberto se hacía cada día: un día, encontraría el tiempo y los recursos para devolverle la vida. Y así, el coche seguía en su garage, esperando pacientemente el día en que Alberto cumpliera su promesa.
Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.