Caminar sobre la arena de aquel lugar al que había venido, no sabía cómo, me parecía interminable. Veía las huellas -múltiples, diferentes- de los pasos que me antecedían, y me entraba la duda de si tenía sentido seguir. Había caminado por tanto tiempo. Paraba por ratos; tocaba mis pies calientes, mi cabeza a reventar, mis sienes casi hirviendo. Y trataba de auscultar en un cielo sin nubes algún signo de esperanza; era un cielo casi ataráxico.
Me levantaba y seguía, a duras penas. Algo en mí decía que debía tratar de reposar, de dormir. Pero, ¿dónde? En algún momento, no supe cuándo, me derrumbé y caí sobre aquella delicada arena, y sentí que mis oídos comenzaron a zumbar, mi corazón era un reloj alterado, y algo como una nube de polvo me tomaba.
Ahora, en una cama no del todo conocida, creo estar despierto, con una lenta apertura de ojos y mente. Lucho por recordar qué había pasado conmigo. Solo me viene la relectura, en la noche temprana, de "El inmortal" de Borges, y, como mi insomnio era tan fuerte, haber vuelto a ver El cielo protector, aquel querido filme de Bertolucci.
Pero el tacto a arena en mi cuerpo sigue y ese olor de viento seco me mantiene en la incertidumbre.